sábado, 23 de abril de 2022

Populismo y verdad

por Daniel Link para Perfil

El populismo se entiende, en general, como una forma política caracterizada por la irrupción de grupos que son incorporados a la política partiendo la vida comunitaria en dos polos antagónicos: el pueblo y las élites poderosas. La bibliografía especializada distingue entre populismos de derecha y de izquierda, incluyentes o excluyentes, según las variaciones específicas en los cortes que el discurso populista propone.

Desde el punto de vista discursivo, el populismo ha sido caracterizado como demagógico porque apela a prejuicios, miedos y esperanzas para ganar el apoyo popular.

De modo que uno de los aspectos esenciales de los populismos sería su relación con la verdad.

El asunto fue trabajado con su habitual delicadeza por Michel Foucault en sus últimos cursos, donde analizó la figura retórica clásica de la parresía y del parresiasta como figura de la democracia. En sus lecciones del Collège de France, Foucault precisa: la adulación al pueblo o al tirano «es la sombra misma» de la parresía, «su imitación turbia y mala». Frente al coraje de decir la verdad, tenemos el decir falaz de los demagogos, que saben que sus palabras no son ciertas, pero que las utilizan para regalar los oídos del pueblo y ganar su confianza. Ya lo había señalado Aristóteles: «El demagogo es el adulador del pueblo».

La dimensión que introduce Foucault es más dramática cuando afirma que el parresiasta, porque dice lo que considera verdadero, se pone en situación de riesgo. No basta con decir la verdad sino que hay que ponerse en riesgo al hacerlo, creer que se está diciendo la verdad (comprometerse con ella) y, finalmente, obligarse a ese acto arriesgado, querer decir la verdad, a toda costa, porque de ese modo se ayuda a otras personas.

Argentina, cuya relación con el populismo ha sido larga e intensa, abunda en parresiastas: La Sra. Cristina Fernández y la Sra. Lilita Carrió son dos figuras que juegan con el convencimiento propio de sostener la verdad, y con el riesgo que ello entraña.

Por eso es importante no confundir la parresía con la adulación y al parresiasta con el vulgar demagogo. En este caso, quien habla puede estar diciendo una verdad o no (después de todo, la democracia debe garantizar el acceso a la palabra de cualquiera), pero está esencialmente adulando a su auditorio. Es el caso penoso del Sr. Javier Milei.

¿Cuáles son sus sencillas verdades? Las que sean, no lo ponen a él en riesgo alguno, sino todo lo contrario, porque él sólo dice su verdad para poder atarl electores a su carro. Para eso, Milei usa la ignorancia de su público. Es muy fácil decir que la “casta política” es responsable de todos los males argentinos. Muy diferente sería proponer una administración que pudiera prescindir de la burocracia. Esa utopía anarcocapitalista jamás podrá ser cumplida y Milei es consciente de ese hecho.

Podríamos discutir el pago de asesorías para los parlamentarios. Pero aún si pusiéramos en esos lugares a los más nobles y sabios de nuestros ciudadanos, ¿podrían prescindir del consejo preciso de asesores en materia económica o constitucional para ejercer su representación? Es como si yo debiera abstenerme de pedir bibliografía para hablar de temas que desconozco.

El populismo de derecha, que se ha convertido en una amenaza real del régimen democrático, lucra con la necedad (ignorancia y terquedad) de aquellos a quienes se dirige: dice las turbias palabras que quieren escuchar y que los medios reproducen porque es como revelar secretos de alcoba, asuntos que sirven para vender mayonesas, maquinitas para afeitarse y tampones.

Que Milei hable con violencia no es casual: él sabe que la parresía, porque es un compromiso a todo o nada con la propia verdad, supone traspasar el umbral de las buenas formas. Pero en su caso es una impostura porque sabe bien que no corre ningún riesgo al hacerlo y que si llegara al gobierno (no lo permita el Destino trágico argentino) sería incapaz de gobernar democráticamente según su credo.

Nada hay de extraordinario en la irrupción de Milei, a cuya sombra no se aglutinan nuevas formas de acción política, sino las más flamígeras espadas de la desigualdad estatizada y una ética del puro resentimiento.

 

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