por Daniel Link para Perfil
Está terminando la Bienal de Venecia, tal vez la peor de la que se tenga memoria. Por supuesto, los debates sobre sus contenidos fueron puramente ideológicos: mentar la extranjería, como hizo el comisario general Adriano Pedrosa al elegir el lema de esta Bienal, ¿es una política inclusiva o excluyente?
El asunto puede ser interesante pero palidece ante una fatal evidencia: la mediocridad apabullante de la selección oficial en Arsenale, una de las dos sedes de la Bienal, que incluso llegaba a opacar algunos de los extraordinarios envíos que podían admirarse en los Giardini.
Los enemigos de la politización del arte aplaudirán mis palabras pero les advierto que es poco lo que podrán aprovechar de ellas. La Bienal pasada (The Milk of Dream, curada por Cecilia Alemani), igualmente tensionada en relación con políticas de la visibilidad y la equidad, mostró una selección soberbia de piezas de arte: abrían ante nuestros ojos mundos que estaba ahí pero no habíamos sabido ver o que se nos habían escamoteado. L'art pour l'art es una consigna política que el Siglo XX demostró insostenible al poner en contacto indiscernible el arte con la vida.
No es, por lo tanto, lo político del arte a lo que hay que achacar el estrepitoso fracaso de esta bienal 2024, sino al haber provocado que en el pasaje de una categoría (“arte”) a otras categorías (“Sur Global”, “indígenas” , “personas queer”) la experiencia de lo viviente quedara asfixiada en un puñado de etiquetas sin sentido.
Lo que se vio en Venecia este año fue un “arte inerte” e impolítico: no sólo fuera de la política sino, sobre todo, incapaz de suscitar la menor emoción.
Sirva como ejemplo el de una señora argentina (es difícil decir su nombre, que oscila entre la líquida lateral y la vibrante múltiple, según quién lo pronuncie) con una obra que constaba de acuarelas y papeles escritos y dibujados al mismo tiempo con pereza imaginativa y con obediencia al mandato recibido. La “obra”, en su trivialidad, fue ¡premiada! No tanto por su calidad sino por el carácter “queer” o “trans” de la persona que la produjo.
Dentro de poco estarán premiando “la intención del artista” o su grupo familiar, lo que sería la mayor traición a las batallas estéticas del Siglo XX.