por Giorgio Agamben
Es quizás sólo en la esfera del rostro humano que el mecanismo del valor de exposición encuentra su lugar propio. Es una experiencia común que el rostro de una mujer que se siente mirada se vuelve inexpresivo. La conciencia de estar expuesta a la mirada hace, así, el vacío en la conciencia y actúa como un potente disgregador de los procesos expresivos que animan generalmente el rostro. Es la indiferencia descarada lo que las mannequins, las pornostars y las otras profesionales de la exposición deben, ante todo, aprender a adquirir: no dar a ver otra cosa que un dar a ver (es decir, la propia absoluta medianía [sic]). De este modo el rostro se carga, hasta estallar, de valor de exposición. Pero precisamente por esta nulificación de la expresividad, el erotismo penetra allí donde no poodría tener lugar: en el rostro humano, que no conoce desnudez, porque está siempre ya desnudo. Exhibido como puro medio más allá de toda expresividad concreta, se vuelve disponible para n nuevo uso, para una nueva forma de comunicación erótica.
Una pornostar, que hace pasar sus prestaciones por performances artísticas, ha llevado recientemente al extremo este procedimiento. Se hace fotograficar en el acto de cumplir o padecer los actos más obscenos, pero siempre de modo que su rostro sea bien visible en primer plano. Y en vez de simular, según la convención del género, el placer, ella afecta y exhibe -como los mannequins- la más absoluta indiferencia, la más estoica ataraxia. ¿A quién es indiferente Chloè Des Lyces [sic]*? A su partner, ciertamente. Pero también a los espectadores, que se enteran con sorpresa que la estrella, incluso sabiendo perfectamente que está expuesta a la mirada, no tiene con ellos la más mínima complicidad. Su rostro impasible despedaza así toda relación entre la vivencia y la esfera expresiva, ya no expresa nada, pero se deja ver como lugar inexpresado de la expresión, como puro medio.
Es este potencial profanatorio lo que el dispositivo de la pornografía quiere neutralizar. Lo que es capturado en ella es la capacidad humana de hacer girar en el vacío los comportamientos eróticos, de profanarlos, separándolos de su fin inmediato. Pero mientras ellos se abrían, de este modo, a un posible uso diferente, que concernía no tanto al placer del partner como a un nuevo uso colectivo de la sexualidad, la pornografía interviene en este punto para bloquear y desviar la intención profanatoria. El consumo solitario y desesperado de la imagen pornográfico sustituye, así, a la promesa de un nuevo uso.
Todo dispositivo de poder es siempre doble: resulta, por un lado, de un comportamiento individual de subjetivación y, por el otro, de su captura en una esfera separada. El comportamiento individual en sí no tiene, a menudo, nada censurable y puede expresar más bien un intento liberatorio; es reprobable eventualmente -cuando no ha sido constreñido por las circunstancias o por la fuerza- solamente su haberse dejado capturar por el dispositivo. Ni el gesto descarado de la pornostar, ni el rostro impasible de la mannequin son, como tales, reprochables: son infames, en cambio -política y moralmente- el dispositivo pornografía, el dispositivo desfile de modas, que los han apartado de su posible uso.
Lo Improfanable de la pornografía -todo improfanable- se funda sobre la detención y sobre la distracción de una intención auténticamente profanatoria. Por esto es necesario arrancarles a los dispositivos -a cada dispositivo- la posibilidad de uso que ellos han capturado. La profanación de lo improfanable es la tarea política de la generación que viene.
Giorgio Agamben. "Elogio de la profanación" en Profanaciones. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005, págs. 117-119. Trad. Flavia Costa y Edgardo Castro.
*Se trata, en realidad, de Chloè Des Lysses, parte de cuya obra puede verse exclusivamente acá.
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