sábado, 1 de septiembre de 2012

Reforma constitucional para todos

por Daniel Link para Perfil
 
Hay días en los que me siento irremediablemente viejo. Esta semana cumplí años, y además, los cumplí en la peores circunstancias. Hace semanas (no quiero decir “meses”, porque me da vértigo) arrastro un problema de columna que me tiene “postrado” (he usado la palabra en varias excusas a aceptar tal o cual compromiso), de acuerdo con los picos de dolor que se dan entre una dosis de analgésico y otra. Por otro lado, una conspiración familiar (una traición) me trajo como regalo de cumpleaños uno de esos adminículos respecto de los cuales he señalado que indican el ocaso definitivo de la civilización: un “teléfono inteligente” que, por supuesto, no sé manejar.
Me doy cuenta, de pronto, de que la tozuda resistencia de los viejos (colectivo en el que me incluyo, desde hoy y para siempre) a la modernización tecnológica no es cognitiva, por cierto (si esos teléfonos puede manejarlos un niño bobo, ¿cómo no habría de poder hacerlo un adulto mayor?), sino de deseo: ¿para qué querría uno aprender a manejar esos cerebros exteriores, que no son sino dispositivos de localización y de sincronización?
Viejo como me siento, me rindo ante un mundo cuya hostilidad me parece intolerable.
El aparato es lindo, y me entretiene en esas horas muertas en que no puedo ni leer, ni mirar series, porque tengo los nervios (el nervio ciático) “atenazados” (otra bella palabra anticuada).
A medida que se sucedían las salutaciones y contaba mis padecimientos (me entrego a la dulzura de la autoconmisceración), fui descubriendo que todo el mundo ha sufrido dolores parecidos a los míos: la encargada de prensa de tal editorial, el padre de tal poeta, un amigo íntimo ¡de 32 años!
O sea, el índice de mi vejez no es tal, sino un mal de época: el efecto vil del sedentarismo sobre nuestros cuerpos. Todos tienen un médico, un acupuntor, un quiropráctico, una osteópata o una pastilla para recomendarme, y el rango de edades de las personas afectadas me sorprende por su holgura: a partir de los 32 años ya nadie parece estar a salvo del derrumbe inminente de la columnata (el ruido de fracaso de la civilización).
Pero, entonces, ¿soy o no soy viejo? He despachado la cuestión técnica limpiamiente: no es que no entienda esos aparatos “modernos”, es que no me interesa entenderlos. Y en cuanto a mi cuerpo, sufre lo que otros cuerpos menos atravesados por el Tiempo, pero igualmente sujetos a los tiempos, también sufren, han sufrido y sufrirán.
Me doy cuenta de que mi sensación de vejez pasa, pues, por otro lado: no es asunto del cuerpo ni de la técnica, sino, tal vez, de la memoria: un déjà vu, por supuesto, político.
Uno se siente viejo cuando empieza a pensar “esto yo ya lo vi” y a protestar: “¿otra vez sopa?”.
El poder regente se ha lanzado, al mismo tiempo, a un encendido e inmoderado elogio de la juventud y a la promoción de una reforma constitucional. “Esto yo ya lo hice”, pienso.
Rememoro, como viejo. A mediados de agosto de 2002 comenzó a articularse, como respuesta al debate que surgía de las asambleas barriales y otras asociaciones surgidas al calor de la crisis, la propuesta de una Asamblea Constituyente para la reforma institucional. A principios de septiembre de aquel año, junto con Mempo Giardinelli, Gabriela Massuh, José Miguel Onaindia, y Beatriz Sarlo diseñamos la "Carta de intelectuales y artistas argentinos por la Convención Constituyente", firmada por 120 (ciento veinte) personas y que, en poco más de dos semanas sumó más de 2.000 (dos mil) adherentes. 

Los medios masivos comenzaron muy lentamente a dar cuenta de la iniciativa y pronto quedó claro que ni el pensamiento conservador ni el movimiento peronista veían con buenos ojos la propuesta de un plebiscito vinculante que fijara el horizonte de una reforma constitucional (si alguien tiene algún interés arqueológico, los documentos están todavía alojados en http://ar.groups.yahoo.com/group/convencionconstituyente/files/). Por supuesto, el objetivo de aquella iniciativa no era perpetuar en el poder a ninguna fuerza ni a ningún líder sino reformular las condiciones de la política en Argentina, la relación entre la Nación y las baronías provinciales e, incluso, entre los poderes de gobierno. Me acuerdo de la insultante indiferencia de los políticos de entonces (los de ahora son los mismos, con maquillaje de amianto) a todo intento reformista y me subleva la repentina vocación constituyente que hoy esgrimen. Soy viejo: no por mi cuerpo, no por mi relación con la técnica, sino porque me acuerdo.


6 comentarios:

Anónimo dijo...

Escriba Profesor, escriba: cuándo usted no de más clases en la Facultad, tan solo, quedarán sus textos (el futuro se encargará de menguar entre sus textos valiosos y lo menos valederos, como los subrayados de David Viñas sobre “La chancha con cadenas”). Establézcase en la eternidad aunque sea deslizándose etéreo, sin tocar el suelo para no hacer ruido, entre las puertas y pasillos de la Facultad. Una vez que esté agotado de escribir o de hacer escribir*, haga como Deleuze: tírese por la ventana de un alto edificio: ya no hay nada que decir.

*Supongo que hará escribir a su pareja cuando usted no pueda hacerlo jaja

Laura Novoa

Linkillo: cosas mías dijo...

"Pareja" es una palabra fea. Mi marido no escribe ni la lista de compras. Lo suyo es la impresión escópica. Besos

Anónimo dijo...

Una frase que escuché dice: A los 20 uno tiene el cuerpo que tiene y a los 30 el que se merece.

Si uno es joven sale corriendo y, mientras corre o al llegar, piensa (si le sucede pensar). Y luego sale corriendo otra vez.
Cuando uno es viejo prefiere pensar antes que salir corriendo y, si le sucede pensar correctamente, piensa para no correr.

El joven es un cuerpo, el viejo una mente y el anciano no es nada.

Pero no creo que haya visto todo. A los indios les daban espejos por oro y ahora a los jóvenes les dan teléfonos por vivencias. Espere unos años a ver en qué germina de esta siembra de frivolidades.

flor dijo...

no todos los "jóvenes" tenemos smartphones. a mi no me interesa ningun aparatejo por el estilo. a los 25 me regalaron (mis amigas) mi primer celular. ahora tengo 31 y tengo un celular que solo sirve para hacer llamdas/mandar y recibir sms. de yapa saca unas fotos horribles. lo tengo porque mi marido necesita loclizarme (o tener la ilusión de que me puede localizar)
por lo demás, los "jóvenes" super interesados en tener "lo último" en electrónica me parecen más viejos y acabados que un anciano de 100 regando los tomates de su huerta

Mari Pops dijo...

Luis Herrera osteopata, preside la asociacion de osteopatas de nuestro pais. Queda por once. Lo arregla todo y seguro que hasta le da ganas de usar el aparatito nuevo
Feliz cumple!

Diego dijo...

EL cierre de tu texto me recordó una frase de Daniel González Dueñas: ¨Los verdaderos jóvenes, de cualquier edad, se distinguen en una sola cosa: tienen un gran futuro por detrás. Porque hacerse viejo no es tener cada vez menos tiempo, sino un pasado cada vez mayor que decantar (en el sentido alquímico) en un presente mayor sin ataduras.¨
Abrazo.