sábado, 24 de noviembre de 2012

Adicciones y rehabilitaciones

--> Por Daniel Link para Perfil

Mi nombre es Daniel Link y soy un adicto. No quiero decir que sea adicto a tal o cual sustancia, comportamiento o relación sino que, estructuralmente, tiendo a caer en compulsiones que se repiten cíclicamente a lo largo de mi vida.
Mi primera adicción fue la fabulación: durante la mayor parte de la infancia me entregué compulsivamente a fabular (imaginaba mi novela familiar -del neurótico, pero también planetas poblados de fantasmas, ríos de espuma, animales raros y dispositivos de evaporación de la materia) lo que pronto me llevó a enfermarme... de literatura: en cuanto pude, leí compulsivamente todo lo que estuvo a mi alcance y bien pronto estaba ya escribiendo maníacamente (rimas, composiciones escolares, ejercicios espirituales).
Como la literatura es salud, me salvó de adicciones peores: la ludapatía, por ejemplo, que sufro en grado muchísimo menor, o la tecnofilia, tan frecuente en los varones de mi generación.
Como buen adicto, me repugnan quienes ejercen sin escándalo sus propias dependencias: me sublevan los mitómanos, por ejemplo, porque veo en ellos aquello en lo que yo podría haberme convertido, casi tanto como los usuarios compulsivos de las redes sociales. El límite de mi adicción técnica se detiene en las versiones high tech de viejas prácticas: el correo electrónico y el blog, equivalentes de los epistolarios y los diario personales del siglo XIX, consumen buena parte de mis energías. Soy famoso por contestar al instante todo mensaje de correo electrónico (que inmediatamente archivo en la correspondiente carpeta: jamás tengo más de cuarenta mensajes en mi carpeta de “recibidos”) y utilizo programas como el “if x, then y” que multiplica mis anotaciones (casi) diarias en diversos sitios de la red a los que estoy afiliado.
Porque sé que estructuralmente adhiero compulsivamente a toda herramienta tecnológica (la curiosidad es mi coartada), me abstengo de esos sitios de infamia que son facebook y twitter (no casualmente, el Estado Universal Homogéneo los patrocina y los exalta) y mi exterioridad me permite juzgar con la pretendida superioridad del converso los lamentables afanes de los senadores nacionales, ministros, integrantes de la farándula y periodistas en ese universo dominado por la adicción sin cura.
La adicción, como toda debilidad del espíritu (la petulancia o la autocomplacencia), no tiene cura. Hay que aprender a sobrellevarla día a día (un día más sin...) y hay que aprender a respetar al adicto a otra cosa (otro comportamiento, otra relación, otra sustancia) diferente de la que nos atormenta porque finalmente, todos somos esclavos no importa de quién o qué. A los únicos que desprecio es a los adictos al poder porque no quieren saber el mal que causan.
Mi abuela paterna me introdujo, mediante interminables sesiones de Ludo, que ella llamaba Mensch ärgere Dich nicht (“Hombre, no te enojes”), en la ludopatía, de la que jamás he podido librarme. Me recuerdo encadenado durante años enteros al Tetris y, ay, al Arkanoid (con el que todavía sueño cada tanto).
Ahora, mi vicio diario es el Zuma, un juego donde hay que destruir cadenas de pelotas de colores antes de que se precipiten al abismo (el abismo es el núcleo incandescente de toda adicción). La versión que más me conviene es la que viene como complemento del explorador de google, el chrome, porque es una versión corta, de cuatro niveles con cuatro pantallas cada uno, y consigo resolverlo (o pierdo) rápidamente. Mi adicción queda así confinada en los límites estrictos del juego-de-prueba y, si bien me roba una buena media hora de tiempo (el adicto minimiza las interferencias de su compulsión respecto de la vida diaria), compenso ese tiempo muerto entregándome, mientras juego, a la fabulación, mi dependencia más antigua.
Unos amigos que se dedican al arte contemporáneo me dicen que se ha puesto de moda confesar las propias adicciones y los tratamientos de rahibilitación seguidos.
Supongo que esta columna es el índice de esa otra compulsión intolerable: la frivolidad de entregarse a las líneas hegemónicas del presente.
No puedo, sin embargo, confesarme rehabilitado de nada, porque, en definitiva, la melancolía me lleva a recaer en sucesivos círculos de compulsión. Como tampoco me gusta reconocerme como dependiente (mi felicidad no depende del zuma, ni de la fabulación, ni del correo electrónico), pero al mismo tiempo sufro las consecuencias de la abstinencia (de fábula, de correspondencia, de ludo), pongo esos vicios en un plano de composición en el que su tiranía se disuelve: la literatura. 
 

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya se lo estoy pasando a Aldito, con quien nos presentamos como "fumadito" y "quién se quiere tomar un vino".
Hace tres meses que nos venimos salvando la vida, y con estas líneas más a mi favor.

Don

Mary poppins dijo...

Lo mio es el bejeweled!

Anónimo dijo...

mi compulsión a las relaciones y los blogs

Anónimo dijo...

Daniel: ¿Cuánto tiempo le dedicás a la investigación conciente, rigurosa y cuánto a la lectura por placer? (por día o por semana?

Laura novoa

Viviana dijo...

Me gustó el concepto de Literatura. Una adicción te puede llevar a la muerte, física o espiritual, y lo peor de la muerte es que nivela, se olvida de todo lo que has hecho, no separa los buenos de los malos. En cambio, la Literatura, Diosa memeoria, nos recuerda todo el tiempo quien es quien.

Un beso desde Barcelona

Mecha dijo...

Veo más sano ser adicto a algo que esta perpetua desilusión que me agobia, fruto de mi infame escepticismo.Bienaventurados los adictos, feliz de ti.

Anónimo dijo...

Cuántas groupies, entregá alguna.

Diego dijo...

Me recordaste al Levrero de la novela luminosa, con su adicción a la computadora (y sus juegos) y a su programa de basic para contabilizar las horas que la usaba; esto como una estrategia de ¨control¨: que nunca funcionó, claro.
Abrazo.