Niño enterrado
Edgardo Cozarinsky
por Matías Raia para Otraparte
Como imágenes del color del tiempo, rastros del pasado entre los caminos del presente, la lectura de Niño enterrado trae nostalgia de acontecimientos, vidas y experiencias ajenas. Cozarinsky elige la distancia de un narrador omnisciente para recuperar instantes propios y sus breves textos reconstruyen una vida atravesada por la Historia, un sujeto minúsculo arrastrado por decisiones, pasiones y lecturas.
Más allá del tono autobiográfico, Niño enterrado puede leerse como un réquiem, un ruego por el alma de los muertos, de sus muertos (el padre en “Rastros”, la madre en “Cenizas”). Entre sus páginas, recorremos el cementerio de la memoria, observamos los edificios como haunted houses, nos cruzamos los fantasmas del pasado entre las ruinas del presente. Así, en “Miserereplatz”, los jirones del extinto Teatro Marconi se dejan entrever en el paseo del cronista por el Banco Galicia ubicado frente a la Plaza Once. En la escritura de Cozarinsky se percibe un tono de nostalgia y contemplación ante las almas perdidas de las personas, pero también de los lugares y los objetos.
Tal como en Vudú urbano (1985), El pase del testigo (2000) y Blues (2010), los detalles mínimos —una lectura recuperada, una imagen olvidada, una cita adecuada— le permiten al narrador trazar lecturas o poner en evidencia lo que hay detrás de un acontecimiento, de una persona, de un lugar. En este sentido, también vuelven las ya reconocidas herramientas de Cozarinsky: la cita, la erudición, la anécdota, la nostalgia. A lo largo de Niño enterrado, el tono pasa de lo autobiográfico a lo ensayístico; en este punto se nota una costura entre textos escritos en la nebulosa de la memoria y sus caminos (más sentimentales, más nostálgicos), y otros escritos de ocasión, preparados para diarios o publicaciones periódicas (más racionales, más urgentes).
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Hace 3 semanas.
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