miércoles, 1 de noviembre de 2006

El transporte y la lucha de clases (3)

Conocimos a la encantadora Tanja, una víctima de la guerra civil en la ex-Yugoeslavia, en Buenos Aires, cuando se dedicaba a trabajos extrañísimos para una semióloga de la voz, pero que le garantizaban su supervivencia. S. tuvo que hacerle fotos para una campaña de quesos "alemanes" (en realidad, los hacían en la provincia de Buenos Aires, en la zona de Tandil, pero los vendían al público como manjar centroeuropeo), para lo cual se requería una rubicunda campesina alemana vestida con los trajes típicos del Tirol. Por supuesto, ella daba el tipo a la perfección y no sólo aceptó figurar en la campaña gráfica sino también recorrer los supermercados en plan promocional (hoy se arrepiente de haber llegado a tanto). Otro de los trabajos a los que se dedicó, ya instalada en Berlín, fue el doblaje sincronizado al alemán de películas de terror de clase B (producidas en los países menos dados al arte cinematográfico y, por eso mismo, con costos de producción bajísimos). Es muy gracioso su relato de uno de esos engendros (que hasta S. desconocía) en los cuales ella debía gritar porque un chancho mutante se la comía lentamente.
Esos trabajos, entre otros tantos que realizó, fueron los que la pusieron en contacto con personas de las más diversas precedencias, los más variados intereses y un amplísimo espectro de relaciones, lo que en algún punto explica su acceso a niveles de verdad habitualmente desconocidos para el gran público. Así se enteró de la batalla que la mafia rusa libraba, asociada con los grandes grupos empresarios renanos, por el control de las ventanillas de los trenes de Berlín.
Como en todas partes del mundo, lo primero que las mafias intentan controlar es el mercado de las comunicaciones y la publicidad (una industria instantánea y para la que no hace falta más infraestructura que una red de teléfonos celulares). Desde la "reunificación" de Berlín (al menos, desde la desaparición del muro de concreto y su reemplazo por el muro imaginario que todavía atraviesa la ciudad de parte a parte), uno de los grandes objetivos de la mafia rusa fue el control de los aparatos de promoción berlineses, aprovechando el caos legal de por entonces. Por supuesto, lo mismo se les ocurrió a diversos de los estados de la federación alemana y cada uno de ellos mandó a sus príncipes a Berlín a negociar con el gobierno federal la repartija de la torta. Sólo la intervención de tantos intereses y tantas tradiciones diferentes explican el cambalache estilístico que dominó el proceso de reconstrucción de una ciudad ya de por si obligada a conciliar lo peor de las estéticas de las dos Alemanias: el urbanismo comunista, los residuos de arquitectura nazi, las montañas de escombros posbélicos y la modernidad capitalista de los años setenta.
En fin, los años noventa fueron en Berlín un periodo fascinante para buitres de toda laya. Hoy la ciudad está fundida y el gobierno federal ha cortado el chorro de aportes monetarios porque aparentemente los ciudadanos de los estados asociados se cansaron de solventar tanto delirio. Se avecinan tiempos sombríos para las instituciones berlinesas.
En el centro del vértigo post, la mafia rusa pactó con la alta burguesía renana compartir utilidades en el negocio publicitario que pensaban desarrollar en el transporte público, haciendo de cada bus y cada vagón una réclame consumista.
"¿Se dan cuenta?", nos dijo Tanja ya a la salida de Schwuz, la discoteca por la que habíamos pasado como una exhalación. "Egga el reggjjjeso de la guegga fggia".
"¿Pero la mafia rusa es comunista?", preguntó S. Por supuesto que no, e incluso son parcialmente responsables de la debacle comunista y de la caída del muro. "¿Y entonces de qué guerra fría estamos hablando?", pregunté yo, también confundido. No hacía falta recordar a Brecht para saber que las mafias representan la lógica del capitalismo en su versión más pura y más inmediata. Pero este conflicto de intereses no parecía muy alejado de esa lógica, con un grupo de tiburones hambrientos tratando de sacar el mejor partido en un momento histórico de gran fragilidad.
Tanja se enojó y amenazó con suspender su relato. Según ella no la estábamos entendiendo, no seguíamos su razonamiento ni tampoco atábamos los cabos que correspondía. Nos excusamos alegando nuestra ignorancia en la complejísima política alemana, novatos como somos en la comprensión de sus resortes íntimos, y temerosos, como todo migrante, de perder los magros beneficios de la tolerancia estatal. Con eso la conmovimos y la obligamos a una recapitulación.
Contra la mafia rusa (y sus aliados renanos) se escriben las leyendas en las ventanillas de los trenes y eso explica los rasgos eslavos (y no germánicos) del joven que increpa a las bandas de rayadores de vidrio (en realidad, no se trata de vidrio propiamente dicho, sino de una aleación de plástico que parece vidrio pero no lo es, lo que facilita el complejo proceso de escritura de mensajes en la superficie transparente). Su significado es su función: quieren decir "No pasarán". Lo que nos faltaba deducir era quiénes escribían esos mensajes. ¿Quiénes, quiénes?
Los jóvenes postcomunistas.
¿Quiénes? ¿Quiénes? "¡Los jóvenes de Ostkreuz!", nos gritó Tanja. Efectivamente, conocíamos Ostkreuz y sabíamos por Timo B. que hace unos años hubo un intento para modernizar la estación de trenes y sus alrededores (en el estilo espantoso, internacional y futurista de lo que se hizo en Gesundbrunnen, por ejemplo), enérgicamente rechazado por los vecinos, en su mayoría jóvenes estudiantes universitarios. "Salvemos a Ostkreuz" fue, en su momento, una contraseña tan eficaz como Rettet die alten Samen y por eso hoy la estación y sus inmediaciones son una reliquia de tercermundismo en el corazón de Berlín (no es casual que, en nuestro imaginario de migrantes, fuera el equivalente de Moreno). Los jóvenes de Ostkreuz se consideran a si mismos herederos críticos de la tradición antiestatalista y en general desarrollan acciones políticas afiliados a diferentes colectivos que, en Berlín, expresan el punto de vista de la "nueva izquierda".
En cuanto esos jóvenes tomaron conocimiento del plan secreto de la mafia rusa, decidieron intervenir enérgicamente para evitar su cumplimiento. La condición material para que esas superficies transparentes pudieran servir como soporte publicitario es su carácter inmaculado. Ninguna de las grandes empresas alemanas (aunque hayan sido cómplices del nazismo y se hayan enriquecido con mano de obra esclava) querría que sus marcas se vieran sucias. De ahí la obsesión de la mafia rusa por el control del sindicato de limpiadores de trenes.
Contra ellos se habían movilizado los jóvenes anarquistas y postcomunistas de Ostkreuz para arruinar esas superficies definitivamente: escritas como están, resultan inservibles para fines publicitarios. No es, por lo tanto, la visibilidad a través de la ventanilla lo que está en juego sino la visibilidad en la ventanilla. Con lógica de hierro (son, finalmente, alemanes), los jóvenes de izquierda de Ostkreuz se preguntaron por qué algunas intervenciones urbanas habrían de ser legítimas y otras no, por qué el Estado habría de auspiciar (en convivencia con lo peor de lo peor) intervenciones de un tipo y no de otro en el espacio público (es decir, de todos y de cualquiera).
¿Qué iban a hacer los rusos y los empresarios de Düsseldorf? Cambiar los vidrios dañados (presupuestaron el emprendimiento) resultaría tan caro que ninguno de los beneficios que especulaban realizar hubiera cubierto los costos. ¿Obligar al gobierno de la ciudad a hacerse cargo de la operación? Imposible, a esta altura de la crisis financiera y la intolerancia de los ciudadanos de Frankfurt, los de Hannover o los de Bonn a tanto gasto ciego (calculada para cinco millones de habitantes, la Berlin reconstruida sólo alberga a tres millones). Además, nada garantiza que los vidrios hoy reemplazados no aparezcan de nuevo mañana con desafíos insultantes. Lo único posible es la campaña de "concientización" con la que se pretende adoctrinar a los atónitos usuarios del transporte público (un nudo borromeo más, porque los pocos berlineses que no se mueven por la ciudad en bicicleta van tan ensimismados en el tren que no les importa ni una cosa ni la otra).
"Pogg el momento", ríe Tanja, que tiene varios amantes en Ostkreuz, "vamos ganando".

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