Las alarmas de la vecina de la vuelta resultaron fundadísimas: la casona de la esquina ha sido ocupada nuevamente. Nos dimos cuenta porque los postigos de las ventanas de los pisos altos aparecían alternativamente cerrados y abiertos de acuerdo con las condiciones climáticas y, sobre todo, porque una tarde de sol vimos unas bombachas colgadas en una ventana del segundo piso. Me alegro de que ese sombrío monumento a la mezquindad de quién sabe qué herederos sirva para que alguien ponga a descansar sus huesos. No están los tiempos para andar dejando casas vacías y la ciudad de Buenos Aires no merece ese destino para sus viejos y ruinosos palacetes.
Como ninguna buena nueva viene suelta, tenemos que consignar una catástrofe. El sábado a la tarde salimos a comprar regalo de cumpleaños para una amiga muy querida y nos pareció completamente adecuado (porque ella es muy exclusiva y sólo usa ropa que junta de la calle) recurrir a la oferta de
Me alarmé cuando vi que estaban pasando cosas (la toma de una casa, la desaparición de un negocio imprescindible) de las que no me daba cuenta. ¿Es que todo sucede con una velocidad de vértigo que nos pone siempre ante hechos ya consumados? ¿O es que miramos poco y mal los dramas pequeños que nos involucran?
Vimos que la construcción de los departamentos sobre la verdulería de la otra esquina ha avanzado considerablemente, vimos que el departamento que estaba a la venta enfrente del Bar Dante (y cuya compra alguna vez soñé) fue retirado del mercado, vimos que hacia Barracas, donde vive N., el cielo se vuelve más ancho, más profundo y estrellado. Vimos, cuando volvíamos de su fiesta, tarde, a las trabajadoras de la carne de nuestro barrio prácticamente arrojándose contra los taxis, en su intento por salvar la noche, el mes, la vida.
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