sábado, 4 de agosto de 2007

El cuidado de sí

El invierno, parecía, había vuelto para reclamar lo suyo, pero con una violencia inesperada. Era como si después de muchos años en que su fuerza había ido declinando hasta el punto de convertirse en un vago recuerdo de infancia nimbado por los vapores primaverales y la prístina luz que había caracterizado sus apariciones en los últimos años, quisiera recuperar el tiempo perdido.
Los medios masivos de comunicación, que no iban a perder la ocasión de reciclar la sarta de tonterías que constituyen su razón de existencia, habían reemplazado instantáneamente las teorías sobre el recalentamiento global del planeta por predicciones sobre nuevas glaciaciones. El "período neoglacial" parecía tan real que nadie se atrevió a discutir sus fundamentos teóricos. Más tarde, el pánico iba a comenzar a instalarse en la conciencia desdichada de un pueblo acostumbrado a sufrir, pero primero fue la fiesta.
La primera nevada sobre Buenos Aires, a comienzos del invierno de 2007, sacó a todo el mundo de sus casas y todo fue una algarabía blanca y un poco incomprensible en las plazas y paseos públicos donde todo el mundo se dio cita para festejar la acumulación de copos de escarcha como si se tratara de la obtención de un primer puesto en un certamen deportivo. Hacía años, décadas, que el pueblo no encontraba razones para la celebración colectiva y la nieve, por su carácter extraordinario, parecía un regalo del cielo destinado principalmente a restituir la comunitaria alegría del ser. Los niños bailaban y construían torpes muñecos de nieve para los que ninguna tradición los había preparado, los adolescentes de ambos sexos se entregaban a una guerra florida que recordaba los carnavales de antaño: las bombas de agua de ayer habían sido reemplazadas por las más eficaces bolas de nieve, que no sumían a la víctima de una emboscada en el total aturdimiento acuático y le permitía contestar el ataque, prolongar la batalla, el juego, el cortejo.
Fue el día más fotografiado en toda la historia de la ciudad. Todas las cámaras digitales, teléfonos celulares y demás dispositivos electrónicos se pusieron al servicio del registro de lo que se pensaba iba a ser un acontecimiento excepcional y dichoso y no el comienzo de una cadena de desgracias de resolución incierta todavía un mes después, cuando el agente inmobiliario se enfrentó al malfuncionamiento de su propio cuerpo.
La fiesta de la nieve fue más intensa allí donde menos se esperaba su acumulación: en la pampa húmeda argentina, rica llanura que alguna vez se había considerado el granero del mundo y hoy servía principalmente para la fabricación de forraje para la alimentación de piaras en el primer mundo y para el funcionamiento de novísimos motores de combustión que utilizaban materiales no perecederos. ¿Cómo iba la gente a imaginar que pudiera nevar en la llanura? Horas y horas consumidas en el estudio de las leyes de la geografía eran contradichas en un instante por el capricho de Gea, la Madre Tierra, la Pachamama a la que pronto políticos desesperados irían a rendir tributo para salvar sus carreras del naufragio inminente que, no había que ser geólogo ni metereológo para poder sostener predicciones semejantes, se avecinaba para esa casta ruinosa.
Si los partidos políticos y las autoridades estatales se estaban volcando masivamente a formas de religiosidad popular no era sólo por cálculo electoralista. Las grandes religiones monoteístas de Occidente, urdidas todas a la vera de Mar Mediterráneo, carecían de respuestas para el capricho de una deidad considerada, en esas latitudes, siempre amable. Había que ir más atrás o bucear en los sistemas teológicos latinoamericanos, para encontrar un rencor de la naturaleza al cual convenía agradar para evitar la desgracia. La simultánea conversión al paganismo de la sociedad civil y de la esfera política fue comentada casi tanto como la nevazón, y no fue el agente inmobiliario insensible a las especulaciones de sobremesa.
El círculo de amistades del agente inmobiliario era una red homogénea de cincuentones tejida alrededor de un grupo original de compañeros de escuela secundaria (estrictamente contemporáneos), a los que con el tiempo ("¡más de treinta años, ya!") se habían ido agregando brotes secundarios. El ex-rabino, que tenía pocos más de cincuenta años (sin que pudiera saberse a ciencia cierta cuántos, porque la coquetería de las personas que habitan el mundo del espectáculo, lejos de ser una mitología, es una superstición, la superstición en la que se funda ese alucinado mundito), había sido introducido al grupo por Micky, uno de los compañeros de colegio del agente inmobiliario, que había incursionado en el bosque de la abogacía por su más glamoroso sendero: los derechos intelectuales y la representación de artistas (principalmente actrices y directores de cine).
Micky había concurrido en su carácter de asesor letrado a varios juicios que el ex-rabino había promovido contra productoras de cine y compañías de distribución de películas, en la defensa de derechos que no le importaban tanto por su carácter abstracto (la propiedad del arte lo tenía sin cuidado, como había repetido en cada una de las ocasiones que el Festival de Cannes o la Berlinale lo habían llamado al escenario para entregarle un premio), como por la posibilidad de seguir alimentando su vida dedicada a los placeres de la carne (todos ellos), abundantemente regados con champagne, el arte cinematográfico y la literatura, y, sobre todo, por la necesidad de financiamiento impuesto a su bolsillo por la compulsiva dedicación al juego de su madre, una viuda anciana que no se conformaba ya con los talladores del casino de Necochea (su predilecto), sino que exigía traslados periódicos a Punta del Este (en el mejor de los casos), a Montecarlo, a Baden Baden.

De la mano de su abogado, el extravagante ex-rabino había entablado amistad con los ex-compañeros de colegio de Micky, y sus excentricidades animaban algunas veladas pero permitían, sobre todo, excomulgar los vacíos de conversación que inevitablemente se producen entre personas que se conocen mucho y no tienen demasiado para decirse.
Lo mismo podía decirse de "La Hermanita", una amiga que Link, un profesor de literatura que constituía el vértice más opaco del rombo de camaradería del agente inmobiliario, había regalado al grupo años atrás, cuando ella estaba en el punto más alto de su brevérrima carrera política.
Bea había sido monja, y lo había sido sobre todo en un momento histórico en el que las monjas salían a defender derechos civiles y ciudadanos. Su juventud como religiosa estuvo consagrada al estudio de diversas disciplinas que poco y nada tenían que ver con el compromiso de servicio cristiano asumido ante Dios. Varias veces las autoridades eclesiásticas le habían llamado la atención por la extemporaneidad de su curricula de estudios ("Como a Sor Juana", había ironizado Bea la primera vez, la única, que contó su vida a quienes le ofrecían su amistad). En algún momento, Bea se cansó incluso de estudiar, hasta que un día ella y las que eran como ella empezaron a ocupar la primera plana de los diarios: en Catamarca, en Misiones, en Buenos Aires, en todas partes había una monjita que denunciaba atropellos y obligaba a urgentes intervenciones federales. Como Bea vivía y actuaba en Buenos Aires, se puso a la cabeza de ciertos movimientos de protesta que terminaron con la carrera del jefe de gobierno de la ciudad. Era "la monja que se volteó al alcalde", decían con doble sentido en todas partes después de los sucesos que la pusieron a la cabeza de una tropa imposible, integrada por jóvenes roqueros, madres de familia, travestis, transexuales, inmigrantes ilegales tratados como esclavos en fábricas clandestinas a cuyas máquinas habían permanecido encadenados hasta que la voz de Bea consiguió sensibilizar a la ciudadanía. Sí, Bea había sido la monja que volteó al alcalde, pero ahora había abandonado los hábitos (para la alegría de Roma, que pensaba que el asunto se le había ido de las manos) y se dedicaba principalmente a la política asistencialista.
Lo segundo que se le ocurrió al agente inmobiliario, la misma noche que hubo retornado a su casa con las deprimentes bolsas de ropa deportiva que se había visto obligado a comprar por recomendación del médico segundo de su médico de cabecera, fue que los análisis habían dado mal porque él no se había preparado bien para ellos en los días previos. En efecto, había sido introducido por la ex-monjita en el truco de limpiar su organismo durante las jornadas previas al examen médico periódico al que su edad lo obligaba. Cinco días antes de cada extracción de sangre, el agente inmobiliario se sometía a una dieta rigurosa de verduritas cocidas, suspendía los postres y las frituras, declinaba toda invitación a comer afuera, bebía sólo agua mineral y se abstenía incluso del comercio sexual, no porque pensara que pudiera alterar su metabolismo sino porque sabía que éste siempre venía (podía venir) acompañado de la ingesta de sustancias químicas sobre cuyos efectos secundarios sabía poco. Comía sanamente y aprovechaba esos días de autocontención para volver a su adolescencia: se masturbaba sin culpas, porque sabía que lo estaba haciendo por su bien.
El agente inmobiliario se puso a revisar esa semana fatídica de veinte días antes, para ver qué error había cometido. Estaba seguro de que no había tenido intercambios sexuales, podía jurar que no había probado alcohol, pero sobre la comida no conseguía establecer una secuencia clara. Sabía que no había ido a comer a tal lugar, con tales personas, porque todavía se lo reprochaban, pero no alcanzaba a recordar qué había comido en sus colaciones diarias. Los análisis habían dado mal, claro, porque él había quebrantado algún principio alimenticio. Esa noche, por teléfono, Bea lo persuadió de su error. Le habían extraído sangre al comienzo del invierno, cuando la nieve comenzaba a cubrir con su manto a la ciudad. Los días previos, las comidas principales las habían hecho juntos porque estaban reuniéndose a propósito de un proyecto en común y Bea, espartana en todos sus regímenes de comportamiento, le había impuesto las comidas frugales a las que ella estaba acostumbrada y que su amigo necesitaba para llegar en plena forma al momento en que se iniciaba el proceso de autoengaño del que él creía que, una vez más, iba a salir airoso.

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que texto maravilloso, Linkillo.
Por razones distintas pero identicas, la nieve festejada por los nabos, la culpita cristiana por saber que error he cometido y el recuerdo imbecil pero doloroso del pasamontaña de infancia me llevan a abrazar al agente inmobiliario.

Anónimo dijo...

que manera de tener inferencias, linkillo, y la querida sínttesis? Ya se es como lo de la intertextualidad.

Ariel dijo...

"Carrera brevérrima" es buenísmo.
Apoyo la generación de superlativos en "érrima/o", con toda su carga de acerrérimo fárrago (como la vida misma, diría).