jueves, 13 de agosto de 2009

Invitación

Verdad y consecuencia

por Daniel Link

Los espíritus inquietos de finales del siglo XIX se reunían para jugar a las “Consecuencias”, escribiendo por turno en una hoja de papel que luego doblaban para ocultar parte de lo escrito al jugador consecutivo.
Los surrealistas radicalizaron el juego, al que llamaron cadavre exquis (cadáver exquisito), porque uno de los primeros textos que Bretón, Éluard, Desnos y Tzara produjeron hacia 1925 según ese método arrojó el resultado “Le cadavre – exquis – boira – le vin – nouveau” (El cadáver exquisito beberá el vino nuevo”).
De las “consecuencias” los surrealistas pretendían extraer una verdad: la verdad del arte objetivo, despojado de todas las coartadas de la subjetividad y de todos los engaños de la imaginación. Por la vía de la producción colectiva y de la escritura automática (el azar y la coacción eran sus reglas doradas), pensaban los surrealistas, el arte se liberaría de todos los lastres del individualismo y la subjetividad y, en particular, de la belleza, que entendían como la desviación más aguda que el arte clásico había producido.
De los resultados de las “consecuencias” o “cadáveres exquisitos”, naturalmente, no puede hablarse en términos de belleza, porque lo único que pretenden es funcionar como protocolos de una experiencia (colectiva, azarosa y, muchas veces, en estados de semininconciencia, hipnosis, o bajo el efecto de sustancias alucinógenas).
Así, un “buen” cadáver exquisito permitiría revelar, además de la verdad del arte (que es juego, rabdomancia, magia negra, mera escucha de una voz previa, como el mundo), la verdad del grupo que lo ha producido, más allá de las intenciones individuales (desdibujadas y náufragas, por la propia lógica del método, en una instancia superior, objetiva): aspectos no verbalizables de angustia, deseo, lo que fuere (Max Ernst sostenía que el juego permitía revelar los contagios intelectuales dentro de un mismo círculo).

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Nicolás Domínguez Nacif propuso a diferentes personas (no siempre las mismas, ni tampoco el mismo número y, sobre todo, de diferentes círculos) que se integraran en una experiencia comunitaria (textual o plástica) de inspiración surrealista. Cuando me mostraba los dibujos que quedaron como resultado, me señalaba ciertas recurrrencias: pájaros (o seres alados) negros, “que hoy están tan de moda”.
Sea la moda, la angustia o el deseo, lo que habla en los textos y en las imágenes producidas gracias a la amabilidad del anfitrión no coincide (no puede coincidir) con los reunidos (ni individual ni colectivamente considerados), y se pone en un más allá que bien podría ser la cultura, pero tal vez ni siquiera eso, sino lo que a la cultura se resiste: una capa precámbrica de sensaciones y conceptos para los que no tenemos palabras ni formas de aproximación. ¿No es esa forma vaga de la resistencia y del desasosiego la fuerza de conversión de todos y cualquiera en “artista”?
Pablo Neruda y Federico García Lorca llamaron a sus producciones colectivas “poemas al alimón” (además, hacían trampa). Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky llamaron “quebrantahuesos” a sus dislocaciones.
Era una manera de establecer relaciones de identificación y distancia con las viejas prácticas que los inspiraron:

Como aquéllos, éstos también dicen estar buscando algo y esa busca queda marcada sobre papeles entintados y coloreados. No importa tanto lo que hayan encontrado sino la actitud de estar buscando.

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Todo nos lleva a la infancia (la nuestra y la de todos: siempre es la misma, porque la infancia no es un estadio evolutivo sino un estado de la imaginación). Quién no recuerda esos libros de imágenes divididas en tres partes, cada una de las cuales muestra la cabeza, el torso y las piernas de un animal (o una persona) y que podían combinarse azarosamente para producir diferentes variedades de monstruos.
El cadáver exquisito en imágenes parece encontrar en este antecedente su fundamento y no tanto en las “consecuencias”, aunque todo lleve a lo mismo: la producción de lo monstruoso y el descubrimiento de la verdad que allí se esconde.
Y para conseguirlo (para conseguir sostener ese deseo) basta con entregarse a la reunión, al método y al abandono de la mismidad.
Uno de los textos producidos a partir de la invitación de Nicolás Domínguez Nacif lo dice con contundente claridad (copio la primera y la última línea): “Escuchame una cosa, por qué no lo llamamos al Turco (...). Para recordarle todo el tiempo que no es hoja, que no es barro, que es una pobre conciencia”.
¿No es precisamente dejar de ser una pobre conciencia, la pobre conciencia de alguien al que llaman Turco, precisamente, de lo que se trata? ¿No es el deseo de ser barro (uno con la tierra) lo que ordena estas investigaciones rabdománticas y estos pasajes al más allá de la conciencia?
Se trata de la recuperación de la hiperestesia del infante, pero también de la postulación de lo an-estético como horizonte del artista e incluso, más allá del artista: en el lugar en que el artista (el poeta, el músico, todos los artistas) desaparecen y forman la ronda mágica de las experiencias posibles.
La estrategia surrealista, tan radicalmente extraña como fue, tal vez sea incluso demasiado poco y haya que ir todavía más allá para seguir sosteniendo la aventura dichosa de la pérdida de si.
Yo propongo, le propongo a
Nicolás Domínguez Nacif, la producción compulsiva (obligatoria, a destajo) de cadáveres exquisitos. Y sentarnos después a jugar a verdad y consencuencia con esos (estos) papeles entre nuestras manos.



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