domingo, 6 de abril de 2014

Milanesa con papas fritas

por Daniel Link para Perfil Cultura

Hay combinaciones insuperables: Kafka y Benjamin es una de ellas, mucho más que Kafka y Adorno (suprema de pollo) o Kafka y Deleuze (milanesa a la napolitana). La lectura de Adorno tiene ese “tonito” dietético (¡basta de dislates!), la de Deleuze inventa una receta que puede dar en un plato sabroso pero que desvirtúa por completo el original, perdido bajo tantos agregados.
Benjamin encuentra en Kafka todo lo que le interesa o, por la fuerza de su lectura, nos hace creer que todo lo que le interesa estaba ya en Kafka: el carácter destructivo (que “hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos”), las “imágenes dialécticas” (que son los “gestos” que, en Kafka, cortan la narración y, al mismo tiempo, establecen una conexión directa con una tradición discontínua, horadada, rota, los dislocamientos de la realidad por los que “lo kafkiano” se reconoce), el lema que puede parecer a simple vista poco kafkiano, pero que, por la vía de Bretón, se encuentra con la risita del judío de Praga: “La calle es el único campo de experiencia válido”, porque en la calle se cruzan los ociosos, los vagos, los mendigos y las prostitutas (en Kafka, piensa Benjamin, pereza y disposición sexual van de la mano).
Y finalmente los niños, los discursos de infancia (la parábola, el apólogo, las zoologías fantásticas), los juguetes. Los niños están, para Benjamin, más interesados por los residuos de un mundo preexistente que por ese mundo mismo. Por eso se sienten atraídos por objetos que carecen de propósito o función (“Los utilizan no tanto para reproducir las obras de los adultos, como para relacionar entre sí, de manera nueva y caprichosa, materiales de muy diverso tipo”, Dirección única).
Pocos libros de su biblioteca era para Benjamin más queridos que sus libros infantiles (no había muchos otros “en el reino de los libros con los que yo tenga una relación tan cercana”).
La literatura de Kafka es para Benjamin como un ejercicio de infancia, y no sólo porque sus personajes sean infantilmente torpes, sino porque la máquina ficcional de Kafka supone un desmantelamiento del mundo para hacerlo funcionar según una lógica nueva, exterior a la enfermedad de la tradición y la cultura. En ese espacio vaciado, Kafka es capaz de imaginar formas de vida radicalmente nuevas: la rata cantante de vanguardia, el mono académico, el coleóptero melómano e incestuoso.
Tal vez ya nadie pueda escribir como Benjamin o como Kafka. Nunca estaremos demasiado cansados del mundo como ellos.

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