lunes, 2 de abril de 2012

Contarlo desde marzo

por Mario Weinfeld para Página/12

Las dictaduras prolongadas pueden llegar a parecer eternas (al menos para quienes las sufren). Impenetrables como un bloque de cemento. Pero un día se resquebrajan. Ese día, de ordinario, no surge de milagro ni de improviso: el deterioro es progresivo, pero no siempre se percibe. De pronto, por así decir, lo sólido se muestra vulnerable, se cuartea. Así ocurrió, casi textualmente, con el Muro de Berlín, que sirve de ejemplo y de parábola al efecto. Así parece haber sido en las revoluciones de los países árabes ocurridas recientemente. La dictadura que arrasó con la Argentina se cuarteó el 30 de marzo de 1982, cuando una multitud la desafió en las calles, se movilizó tras una consigna sencilla y básica: “Paz, pan y trabajo”. El avance popular se hizo grito en estrofas que se venían coreando (cada vez con más adhesiones y menos pruritos) en las canchas de fútbol: “Se va a acabar/ se va a acabar/ la dictadura militar”. Cuando muchos creen que se puede acabar, sacuden sus temores y exponen sus cuerpos al efecto, es el comienzo del fin.
El 30 de marzo la dictadura empezó a caer. Reprimió ferozmente, pero los manifestantes no cejaban. Hubo un muerto, Dalmiro Flores, imposible reconstruir la cantidad de heridos. Columnas organizadas, militantes sueltos que recobraban viejas prácticas, jóvenes que hacían su bautismo de lucha tratando de llegar a la Plaza de Mayo, ¿dónde si no?
Hay un dato siempre ilustrativo para “leer” una movilización realizada en un día laborable, enfrentando carros de asalto, gases y perros: ver qué hacen quienes no participan. No hablamos de “la minoría silenciosa” o de la opinión pública, sino de las miles de personas de a pie que, de movida, son testigos presenciales. Los que estaban en la pura calle, en oficinas, en bares, en la zona que va desde Tribunales a la Plaza, el epicentro de la represión. “Los demás” eran muy mayoritariamente solidarios con los que más se jugaban: aplaudían, daban una mano o acercaban una botella de agua, abrían una puerta generosa para darle una aliviada a un prófugo, asistían a los golpeados. Puteaban (fuerte o por lo bajo, según su temperamento o su coraje) a “los milicos”, los que gobernaban y los que reprimían a su propio pueblo.
El célebre 2 de abril, es consabido, llegó tres días después. La decisión del desembarco, comentan los historiadores buceando en la turbia información dictatorial, estaba tomada antes. Como fuera, empíricamente ocurrió pocas horas después, cuando muchos manifestantes seguían presos, incluyendo a Saúl Ubaldini, que despuntaba como protagonista de los años venideros.
¿Pudo haber 2 de abril sin 30 de marzo? Es una hipótesis probable. En la tozuda realidad, que pesa más, no lo hubo. También es evidente que Malvinas fue una decisión de la Junta Militar para contrarrestar el deterioro de la dictadura. La fantasía de la “cría del Proceso” (una fuerza política democrática que la perpetuara, como pudo lograr más adelante el pinochetismo) se diluía. Hay otro factor esencial, que describe bien el juez Daniel Rafecas en su más que recomendable libro Historia de la solución final: uno de los objetivos estratégicos de todo genocidio es garantizar la impunidad futura. Para las mentes pensantes de la dictadura (que las tenía y por eso duró lo que duró y consiguió varios de sus objetivos) debía ser notorio que la impunidad se le escurría entre los dedos.
Malvinas fue, pues, un intento de relegitimación, tal su matriz, su objetivo estratégico principal. Escindirlo de otros aspectos es un ejercicio conceptual posible, quién le dice necesario, pero imperfecto desde el vamos.

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