viernes, 4 de marzo de 2005

En nuestro barrio no hay suicidios

por Sebastián Álvarez Murena

[Poco después] recibí varios ejemplares de la nueva edición de
Ensayos sobre subversión, con muy buenos prólogos y una gráfica muy atractiva. Todo impecable, salvo la contratapa, que reza: "Murena se suicida en 1975". Carta mía al editor, estupenda persona, que se disculpó y me explicó que había conocido la obra de Murena a través de su poesía y, más exactamente, en una Antología de poetas suicidas (Ediciones Fugaz, Servicio Unahe) publicada en Madrid a finales de los años 80. Esta antología contiene una descripción del método utilizado por los poetas para quitarse la vida y en el caso de mi padre, relata cómo "después de aprovisionarse de varias cajas de vino, Héctor Murena se encierra en el cuarto de baño de su casa de Buenos Aires, donde será hallado sin vida".
Los rumores, por cierto, suelen ser mucho más apetecibles que la realidad, y en este caso pueden reforzarse en episodios y personajes de las novelas de mi padre, uno de los cuales, por ejemplo, muere de "tuberculosis, alcohol y desorden, pasiones fatales que su alma secretamente eligió e impuso a su cuerpo como vías de escape final". No creo que los rumores nazcan forzosamente con mala intención; una gran amiga mía italiana, apasionada lectora de mi padre, indignada cuando se enteró de la novedad del "suicidio", exclamó que "Bien se sabe que Murena murió quemado en una hoguera". No se trataba de una metáfora sino de una confusión entre su muerte y un incendio que se había producido en su casa años antes.
Aun así, creo que existe un deber de justicia para con quienes no pueden hablar por sí mismos (en este caso, los muertos). De ninguna manera considero el suicidio una característica infamante del recuerdo de una persona; al contrario, creo que este hecho debe suscitar compasión por quien lo comete y comprensión por quien en un determinado momento decide que no puede seguir viviendo. Por estos motivos, apelo a la paciencia del lector y aprovecho para esclarecer lo más objetivamente posible algunas circunstancias de la vida mi padre.
H. A. Murena se casó dos veces. Su primera mujer fue Alicia Justo; la segunda, mi madre, Sara Gallardo, que tenía ya dos hijos de su primer matrimonio, Paula y Agustín, de hecho mis medio hermanos, pero afectivamente mis hermanos. Durante toda su vida él bebió mucho, probablemente demasiado. Y por cuanto yo sé, bebió aún más durante sus últimos días, en su departamento de Buenos Aires, en la calle San José. Allí fue a buscarlo mi madre un día y lo llevó a nuestra casa en la calle Carlos Pellegrini, donde el cinco de mayo de 1975, a las diez de la noche, murió de un paro cardíaco. Por lo que yo y cuantos estaban presentes en el momento de su muerte sabemos, no se trató de un suicidio. El suicidio se define como un acto letal y voluntario cometido sobre uno mismo en un período de tiempo relativamente breve. Así, el fin de Edgar Allan Poe ( muy admirado por mi padre, por cierto), quien fue hallado borracho e inconsciente en las calles de Baltimore pocos días antes de morir sin recuperar la conciencia, no suele ser calificado como suicidio. Acercándonos un poco más en el tiempo, la muerte de Dylan Thomas (cuyas últimas palabras fueron "I've had eighteen whiskies I think that's a record") es descrita en sus biografías como consecuencia de "una sobredosis de alcohol" o un "envenenamiento de alcohol". Es humana la tendencia a mitificar a los artistas, más aún en el caso de Murena, autor de una obra compleja y atormentada que fácilmente puede inflamar la imaginación, así como es comprensible la tendencia a convertir la realidad, a veces indescifrable, en un mito más simple y atractivo. Sin embargo, creo que el mínimo epitafio debido a un escritor al relatar su muerte es el de hacerlo con precisión de lenguaje y, en particular, intentar que la luminosa verdad que Murena persiguió no degenere en su antítesis, la cómoda penumbra del mito.

el texto completo, acá.

1 comentario:

carlos alberto dijo...

Acabo de leer por quinta vez La metafora y lo sagrado...deja en la boca un sabor agridulce...lastima que no puedo conseguir sus otros libros...Un gran abrazo.-

Carlos A De Tomasi
noviembre 6 - 2012