miércoles, 13 de marzo de 2013

El efecto de real

Hemos re­cibido la visita del Papa de la Argentina, es pequeño y flaquito, va vestido de oro y vuela (ha llega­do volando, para hacer cualquier cosa imita el ruido de un avión y esto le levanta mecánicamen­te del suelo, a continuación señala con el dedo índice la dirección que prefiere). Parece ser que en la Argentina nuestras aventuras han sido segui­das por televisión y él ha venido a ponerme la me­dalla del cómico argentino (un bajorrelieve que representa la cabeza de una vaca extremadamente seria mirando fijamente el horizonte, dice que es el emblema de la Argentina). He fingido estar emo­cionado, pero sin exagerar la nota, porque creo que me ha propuesto un contrato como actor en la tele­visión argentina. Le hemos preguntado si quería pasar la noche en el Uruguay y ha aceptado al ver que tenía por de­lante varias horas de vuelo y que se estaba haciendo de noche. Esto me ha contrariado un poco (aunque no lo he dado a entender) ya que vivimos un poco apretados (el presidente cuando la Casa Presiden­cial empezó a dar brincos tuvo miedo de dormir allí y usted ya sabe que mi agujero no es grande y que no tengo más que una cama). Le hemos dado a comer algunas legumbres y nos hemos apretado para dormir los tres en la cama, lo que no es fácil puesto que el presidente no para de engordar des­de que la niña lo ha dejado (ella se ha ido al norte con la señora negra y parece ser que han insta­lado allí un burdel). Ya con las luces apagadas me he dado cuenta de que había cierto movimiento bajo las sábanas: el presidente se hacía sodomizar por el Papa de la Argentina. Al instante he en­cendido la luz y han fingido que dormían. Yo es­taba extremadamente sorprendido, no por el he­cho en sí que no tiene nada de reprobable sino por el extremo servilismo del presidente que haría lo que fuera con tal de que se le devolvieran las vacas uruguayas que se fueron a nado a la Argen­tina cuando aún había mar. No he apagado las luces y he fingido que leía, pero me he dado cuen­ta de que el presidente, aún roncando y todo, el muy hipócrita estaba masturbando al otro. Me he levantado tranquilamente y he pedido al Papa que fuera a dormir a la bañera, pero se ha negado muy secamente con el pretexto de que él es el Papa de un país más grande que el nuestro y ha dicho que era a mí o al presidente a quien le correspon­día ir a dormir a la bañera. Le he recordado que está bien ser Papa, pero que yo soy santo, y como no ha encontrado respuesta a esto ha hecho ver que dormía de nuevo. A todo esto, el presidente, muerto de vergüenza, roncaba de tal modo que rompía los tímpanos. He vuelto a acostarme y he apagado las luces pensando que tras este incidente no se atreverían a recomenzar. Cuando apenas me había calmado un poco he notado la mano del papa entre mis nalgas tratando de separarlas con los dedos, pensando que dormía tan profundamente que no me daría cuenta. He dado un salto y he encendido la luz. El Papa me ha mirado riendo y haciendo gestos obscenos con su dedo índice. Le he preguntado calmadamente si no le daba vergüenza. Me ha dicho que un Papa no tiene vergüenza de nada, lo que no les ocurre a los santos. Esto me ha exasperado. Me he echado sobre él y le he retorcido la nariz hasta hacerle sangrar. Le ha sorprendido tanto que no se ha atrevido a contestarme. A la mañana siguiente, los tres he­mos tomado en silencio el café con leche, y aun­que el presidente no se atrevía a levantar la vista de la taza, el Papa parecía muy despreocupado e incluso ha hecho algunos vuelos alrededor de la mesa antes del desayuno. Tras el café con leche, el papa nos ha pedido que le enseñáramos algunos uruguayos antes de marcharse. Montado a caba­llo hemos dado una rápida vuelta por el Uruguay, lo que no es nada difícil ya que el país no para de encogerse. El Papa ha estado bastante descor­tés y no ha parado de decir que los argentinos son más altos, más limpios, más ricos que nosotros, y aunque esto fuera verdad (no lo sé porque nun­ca los he visto) no creo que sea ésta una cosa que le corresponda decir a un Papa. Nos ha propuesto una partida de dados entre argentinos y urugua­yos, y aunque al presidente parecía seducirle la idea yo me he negado. Hemos almorzado en el Plaza y el Papa no parecía tener prisa por irse. Le he recordado que si quería llegar a Buenos Aires antes de que oscureciera aún estaba a tiempo de ponerse en marcha. Ha dicho que le da igual por­que los argentinos van a esperarle el tiempo que él quiera. Se ha limpiado los dientes haciendo ruidos y el presidente le ha imitado. Después ha pro­puesto al presidente una visita a la Argentina y el presidente ha enrojecido de confusión. Me ha mi­rado con cara de perro implorando su comida y le he dicho que si quiere partir es asunto suyo. «Sabía que era usted bueno», me ha dicho el Papa, «y le doy mi bendición.» Le he dicho muy cortésmente que no tenía nada que hacer con ella. «Se la doy de todos modos» me ha dicho, y ha escrito la pala­bra «bendición» en un trozo de mantel y me lo ha dado. He hecho de él una bola y la he tirado en medio de la mesa. El papa se ha puesto a contar al presidente las maravillas de la Argentina donde, al parecer, la gente ha adoptado una nueva reli­gión que consiste en reírse los unos de los otros (él es el único en no reír y nadie puede reírse de él, por esto es el Papa) y parece que se concentran todos en un mismo lugar del país, porque cuanto más numerosos son más se ríen. He encontrado todo esto tan estúpido que ni tan siquiera me he molestado en decírselo. El presidente me ha pre­guntado si podía irse con algunas de mis reliquias para mostrárselas a los argentinos y le he dado un trozo de párpado. Han decidido marcharse de no­che a pesar de que sopla mucho viento, pero el papa asegura que puede volar de noche y con cual­quier tiempo. Hemos atado el presidente al Papa con una cuerda.
(...)
Segundo golpe de teatro: el presidente ha vuelto. Se le ha catapultado al Uruguay, el Papa no se ha molestado en acompañarle. De entrada ha tratado de hacerme creer que lo suyo había sido una tourné triunfal por las provincias argentinas, pero ha bastado con una sola mirada severa que le he lan­zado para que se hundiera en llanto contándome la triste verdad: el Papa, cuyo verdadero nombre es Mister Poppy, en realidad es un peligroso tra­ficante de blancas. Había venido al Uruguay para reclutar a la niña y a la señora negra en las que se había fijado a través de las emisiones de tele­visión. Para lograrlo montó toda esa historia en la que se hacía pasar por papa, el muy cerdo, y al no encontrar a la niña y a la señora negra sedujo al presidente para hacerle trabajar en los burdeles argentinos. Parece que el pobre las ha pasado de todos los colores. Se le vestía de bailarina española y había cola para sodomizarle. A costa de sacrificios consiguió finalmente tener bastante dinero como para poder comprar una catapulta en espera, según él, de obtener mi perdón.


Copi. El uruguayo en Las viejas travestís y otras infamias. Barcelona, Anagrama, 1978


1 comentario:

Anónimo dijo...

si fuera yo la Cabezón diría que le vio tanta otra cosa a Dios...
feliz de crecerme en su irradiante influjo, no detengo las bendiciones que se desatan al pensarle

Javier de la Belgrano