El año pasado estuve en Tucumán, en la mitad del invierno. Viajando en ómnibus desde la ciudad hacia el valle de Tafí se atraviesa la zona selvática y montañosa de los Yungas, donde operó la guerrilla del Ejército Revolucionario del Pueblo en los setenta. Para quienes vivimos esa época, localidades como el Ingenio Santa Lucía evocan la violencia revolucionaria. Hoy, el camino costea algunos pueblos, establecimientos rurales, ranchos, caseríos y escuelas plantadas, como insignias, en el medio del monte. La vegetación se cierra sobre el camino, tejiendo un túnel compacto, húmedo y verde. Un grupo de chicos corre hacia su escuela para celebrar la fiesta patria; algunos van disfrazados como granaderos y soldados de la independencia; uno, vestido de negro, lleva en la mano una galera de cartón; otro hace restallar un látigo. Son actores de una pequeña representación patriótica, vestidos esforzadamente para evocar las primeras décadas del siglo XIX. Quizá esos chicos, que viven a unas decenas de kilómetros de la casa donde se juró la declaración de la independencia, no la han visitado todavía; probablemente sólo lleguen a la ciudad cuando abandonen la escuela y salgan a buscar trabajo. Me pregunto dónde está la igualdad de oportunidades para un chico de una escuela rural en el monte tucumano. En los disfraces de soldados de la independencia, en la galera de cartón, la escuela se esfuerza por ofrecer una presencia igualadora. Imagino una maestra o un maestro preparando esos disfraces y enseñándoles a sus alumnos algunos parlamentos de memoria, palabras patrióticas. Pero ¿qué es la patria para esos chicos? Sus padres son campesinos pobrísimos, dependen del caudillo que reparte planes sociales como si fueran suyos, cultivan lotes minúsculos, confían en que pase el acopiador para vender lo que llegan a cosechar y para comprar algo de almacén; no comen nunca pan de panadería, que viene a ser una especie de regalo principesco en el campo; cuando están enfermos llaman a la ambulancia por radio y esperan. Las escuelas parecen barquitos blancos en los cerros, algunas de ellas tienen las paredes pintadas con una especie de ingenuos murales de Miró. Me cuentan que a veces llegan donaciones a lomo de mula para alcanzar las escuelas más lejanas. ¿Eso será la patria? Los chicos disfrazados corren hacia la escuela y se oye una campana. La escena podría parecer un idilio patriótico y, sin embargo, produce más consternación que entusiasmo. Esos chicos no son iguales a otros: comen peor, sus padres tienen peores condiciones de trabajo, permanecerán en la escuela unos pocos años hasta que puedan servir en el mercado. La desigualdad es la forma misma de su destino y, en consecuencia, la patria es un espacio mayormente desconocido donde ellos se amontonan en un rincón, un maravilloso paisaje, atravesado por la miseria y la precariedad, un paisaje exuberante donde no sobra nada para ellos, que son sus ocupantes miserables. Muchas escuelas argentinas reciben donaciones: zapatillas, comida, cuadernos o lápices que ni los padres de los alumnos pueden comprar ni el estado les ofrece. Las donaciones podrían ser entonces una forma de la patria: la solidaridad de los particulares que se organizan para enviar cargamentos allí donde los gobiernos no los envían. Sin embargo, esto nos obliga a pensar en una rara especie de patria que no se apoya en instituciones ni en gobiernos. Una comunidad sostenida en los buenos sentimientos solidarios, no en el ejercicio universal de los derechos. Cuando las provincias que todavía no eran una república firmaron el acta de la independencia en Tucumán en 1816, lo hicieron porque la idea de patria (un símbolo) debía soldarse a la idea de estado, derechos, instituciones, gobierno. Han pasado casi doscientos años y, para millones, ha dejado de existir una patria, es decir un espacio común donde puedan ejercerse los mismos derechos y tener las mismas oportunidades. Los chicos que corren hacia la escuela en los montes tucumanos son menos argentinos que otros chicos que, ese mismo día, asisten a sus fiestitas del 9 de julio en otros lugares del país. Sin igualdad de oportunidades no hay patria. Es inútil la idea de pertenencia a un espacio si los que pertenecen no son iguales, por lo menos en el comienzo de sus vidas. La idea del patriotismo está envenenada por la desigualdad. La patria es una promesa tanto como un compromiso. Si la promesa no se cumple, el compromiso se desvanece. Nada puede atar a un ser humano al lugar donde su vida no vale tanto como la vida de los otros. El maestro que preparó la fiesta en su escuelita del monte hizo lo que indica la tradición, lo que estaba a su alcance, lo que pensó que era su deber, lo que pudo. Los chicos tucumanos se disfrazaron como los de cientos de otras escuelas argentinas. En realidad, "disfraz" es la palabra adecuada: ese día los chicos de la escuela de los Yungas hicieron lo que otros, pero su pasado y su presente se revela debajo de los disfraces como una carga que los vuelve, probablemente para siempre, desiguales. Para esos chicos, patria quiere decir lejanía.
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Según uno de los contadores de visitas que instalé en el blog, mucho más nuevo que el de shinystat, hemos sobrepasado, gracias a la fidelidad de los lectores, hoy viernes santo, 1001242 visitas. Como no recuerdo cuándo lo instale (aparentemente hacia junio de 2011, disconforme con el conteo del anterior) la cifra no sirve para demasiado. El de shinystat lo instalé el 23/12/04 y ya está por alcanzar los 3.000.000 de visitas. Nada, comparado con las cifras que en las TMA (Tecnologías del Mal Absoluto: facebook y twitter) se manejan. Pero acá somos buenos sin claudicación.
Gracias a los 535 participantes suscriptos a este sitio y a los 220 que me tienen en sus círculos.
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