jueves, 10 de febrero de 2005

Conversaciones de un padre de familia

Ayer, miércoles, como tenía que cumplir con ciertas obligaciones monetarias, arreglé un almuerzo con mi hija en el microcentro. Ya habíamos almorzado en el Convento de la Merced (Reconquista y Perón), así que esta vez le propuse que nos encontráramos en el Monasterio de Santa Catalina de Siena (San Martín y Viamonte), que si bien queda un poco más lejos de su oficina (un estudio de importantes abogados cuyos nombres callaré para preservar la fuente de trabajo) está mucho mejor restaurado y tiene mejor carta. Conseguimos una buena mesa en el patio, bajo los árboles. El encanto de estos lugares del siglo XVIII no puede ser sobrestimado. En pleno microcentro de Buenos Aires, son como ventanas abiertas a épocas más amables. Y además siempre está el placer añadido de estar profanando (¡oh, delicia capitalista!) lugares sacros. Cometí el error (yo no que nunca tomo alcohol durante el día) de pedir una copa de syrah rosé sólo para probar la temperatura a la que hay que servirlo (S. compró un par de botellas en su última excursión al supermercado). Mi hija estaba linda, como siempre, y bien de ánimo. Charlamos sobre su trabajo, sobre el mío, sobre la salud de su novio y la de mi mamá, sobre Tita Merello y Dominique, sobre las clases de yoga que está tomando y los personal-trainer a los que está sometiendo a un casting exigentísimo (de paso, hace gimnasia gratis).
Cuando volvíamos (me pidió que la alcanzara con el taxi hasta su oficina porque el calor no daba para caminar), su celular hizo unos sonidos extrañísimos.
-¿Y eso? -le pregunté.
-Es un aviso -me dijo.
-¿De qué? -insistí.
-De que tengo que tomar la pastilla anticonceptiva -contestó con naturalidad.
-¡Ah sí, por favor, tomala! -concluí.

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