lunes, 28 de febrero de 2005

Calistenias

S. está enojadísimo conmigo (razón no le falta) porque dice que lo hago quedar mal ante nuestros amigos, quienes luego de mis dichos lo imaginarán desenfrenado, lúbrico, botarate. Dos de las cartas que recibí cuando expresé mis reservas para con su proyecto de entrenamiento físico (ésta y ésta) parecerían avalar sus temores. Yo le digo que: a) nuestros amigos nos conocen suficientemente bien a los dos como para llamarse a engaño por un delirio mío y cambiar su opinión sobre él; b) las cartas que que mandaron hablan antes de los terrores de quienes las escribieron que de los míos propios.
Hace unas semanas, cuando mi hijo estaba planeando su viaje de mochilero por el norte argentino, recibí incontables llamadas de mi madre, quien me pedía que lo convenciera de que desistiera de su propósito loco, teniendo en cuenta los rigores climáticos del estío en aquellas latitudes. Cada vez, le dije a mi mamá que mi hijo tenía edad suficiente como para calcular esos y otros riesgos y que en modo alguno quería yo involucrarme en sus decisiones. En el mismo sentido, por más cartas que me manden mis madres sustitutas, jamás se me ocurriría interferir en la (por otro lado sanísima) decisión de S. de hacer de su cuerpo un templete de fibras, músculos y flexibilidad (todo lo que, a la larga, me beneficia a mí).
Si expresé mis temores fue sencillamente para conjurarlos, porque son como los terrores nocturnos: en nada se sostienen sino en el discurso y la única manera de sobreponerse a ellos es cambiarlos de co-texto. No hace falta que yo me ponga a hablar de los celos, sobre los cuales (como sobre tantas otras cosas) ya nos enseñó Proust prácticamente todo y, en especial, el carácter completamente imaginario (es decir: literario) de las fuerzas que desencandenan.
Además, si bien es verdad que S. y yo aspiramos a la libreta matrimonial española (a la que tenemos derecho por su nacionalidad), la reivindicación es antes política que ideológica y en modo alguno se nos ocurriría aferrarnos a un sistema de "valores conyugales" en los que no sólo no creemos sino que además nos parecen la letrina a la que fueron a parar las posibilidades de dicha de más de una generación. Cada cual hace, en esta casa, de su cuerpo lo que quiere, y si hasta ahora el rumbo de uno se ha topado inevitablemente con el del otro, eso es un motivo de celebración y nunca de amenaza.
¿Cómo habría yo de disponer el uso de un dispositivo que garantizare la castidad extra-conyugal? ¡En modo alguno! ¿Cómo iba yo a sancionar a qué gimnasio y a qué método habría S. de entregar su cuerpo para su transformación? Mis únicas dudas al respecto sólo tenían que ver con mi participación en la empresa. Afortunadamente, el asesoramiento de nuestro vecino ha dado resultados inmediatos en lo que a este dilema se refiere y tanto S. como yo (luego de visitarlo) hemos decidido que nos conviene el gimnasio en el que funge de trainer uno de los modelos que participaron de los portfolios de Rocca-Cherniavsky que se televisaron por canal 13 con el título Fantasías. Por supuesto, fue S. quien lo reconoció, con la vasta cultura sobre cosas inservibles que no ceso de envidiarle, pero a mí (que soy cholulo) me pareció que esa presencia inesperada era una virtud más que había que sumar al consejo de Marcos y a lo más decisivo del caso: el hecho de que el tal gimnasio quede prácticamente en
nuestro barrio (y no por las hipócritas razones que podría suponer algún corresponsal sino por pura y llana comodidad). Lo que suceda de aquí en más en los vestuarios de la calle México no saldrá de mi boca: le he prometido a S. no volver a poner en duda su discreción y su honorabilidad.

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