viernes, 18 de febrero de 2005

Senectud

Es cierto que nuestro portero, Mario, tiene cara de pícaro, pero nunca sospeché que fuera capaz de involucrarse con y, todavía más, de satisfacer a dos mujeres al mismo tiempo.
Hoy, mientras yo dormitaba y rumiaba mi infelicidad gripal, S. fue a saludar a su abuela, que cumplía 96 años. Se encontró con un nutrido grupo de cuasi-parientes a los que no veía hacía mucho tiempo: su madrina, que vive del otro lado de "la avenida" (así se denomina a la Av. Entre Ríos en el barrio), Laura, que fue novia de su padre, acompañada de su hija (una contadora de 30 años que alguna vez lo pretendió), y que ejerció (Laura, una viuda temible) la presidencia del consejo de administración del edificio en el que vivimos.
De hecho, fue la señora Laura la que reveló los secretos de la vida extra-matrimonial de Mario cuando S. intentó aflojarles la lengua en relación con nuestros nuevos vecinos. Contó a la rueda de ancianas (hasta su ex-pretendienta, en ese contexto, lo era) lo que me había contado Beba y lo que yo mismo había averigüado. Siendo, como son, relativamente ajenas a las murmuraciones de esta comunidad, no sabían nada de los recién llegados, pero no tuvieron inconvenientes en explayarse sobre la conducta de Mario, para mí completamente encantador, pero a quien la señora Laura odia con todas sus fuerzas porque lo responsabiliza por haber perdido su lugar de privilegio en lo que a las decisiones comunitarias en esta casa se refieren.
Aparentemente la señora Laura descubrió por casualidad las manobrias amatorias que Mario destinaba a otra integrante del Consejo de Administración en la terraza común del edificio, y pensó que podía usar esa información en su favor (por la vía del chantaje o directamente a través de una denuncia pública). Contó los hechos que había presenciado, a sus ojos "una inmoralidad total", en una reunión del Consejo de Administración, no tanto para dejar mal parado al portero sino para desbancar a la "separada" que lo "distraía de sus obligaciones" (maritales y, también laborales, dado que las clandestinidades que ella había descubierto sucedían en horario de trabajo). Grande fue su sorpresa cuando el Consejo de Adminitración en pleno le expresó fríamente su desdén por su natural tendencia a meterse en asuntos que no le concernían y de la cual ya estaban todos tan cansados que se veían obligados a pedirle su renuncia al alto cargo que desempeñaba. Iban a hacer un discreto apercibimiento a Mario, el portero, pero en modo alguno estaban dispuestos a tolerar que nadie pretendiera obtener algún rédito político fundándose en las debilidades de la carne de los demás.
Humillada, la señora Laura renunció inmediatamente pero siguió guardando un profundo rencor hacia los demás miembros del Consejo de Administración, que se habían disciplinado en defensa de su sempiterna rival en las cosas de esta comunidad (como la disposición de los maceteros o el presupuesto que debería destinarse a los adornos navideños). Y así fue como empezó una campaña de murmuraciones acusando a todos (hombres y mujeres) de haber conocido las más profundas intimidades de "ésa", sin darse cuenta que de ese modo más se hundía en la vergüenza (sobre todo porque, como muchos llegaron a saber por ese entonces, un tiempo muy anterior a mi mudanza, a Beba la tenían por completo sin cuidado las atenciones que su marido suministrara a las demás mujeres de la casa, siempre y cuando Mario mantuviera "las apariencias"). Incluso comenzó a correr la hipótesis (casi una certeza) de que, en verdad, el episodio de la terraza, contado con lujo de detalles por la señora Laura, no era sino una excrecencia de su imaginación de menopáusica.
De modo que S. no trajo ninguna noticia nueva sobre los objetos de nuestra preocupación y seguimos sin saber a qué atenernos, pero confiamos en que la máquina chismógrafa que pusimos en movimiento arrojará algún resultado en pocos días. Si yo no estuviera atravesando esta agonía completamente inmerecida ya podría haber agregado una pieza más a este rompecabezas.

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