Mi relación con los concursos literarios, tan cuestionados hoy por hoy (con justa causa) se reduce a una brevérrima lista:
* Los talleres literarios siempre me parecieron ámbitos poco propicios al desarrollo del espíritu crítico. Una vez, cuando era muy (pero muy, muy) joven, me dejé convencer para que presentara unos poemas al concurso literario que entonces organizaba la Universidad de Belgrano. No salí ni finalista.
* Anoche lo escuché a George Lucas diciendo que "uno no termina una película, la abandona" (citando, a su vez, a no recuerdo quién), y le di la razón a la pantalla. Una vez presenté una novela (¡La ansiedad!) al Premio Planeta porque necesitaba imponerme un deadline de trabajo y salir del clima agobiante de esa novela. Leandro de Sagastizabal, que recibió el original en aquel momento, me aconsejó que me presentara con seudónimo. Me negué rotundamente. No pensaba ganar ni mucho menos (¡estaba presentando La ansiedad!), sino abandonar un texto que me molestaba. No sé qué suerte corrió mi "novelita trash" en ese concurso, pero tampoco me importó demasiado.
* Una vez, Ariel Schettini me convenció de que formara parte del Jurado del Premio Literario de Buenos Aires No Duerme. Me mandó a mi casa tres cajas de originales. Sobreviví a la circunstancia pensando que estaba realizando "mi gesto patriótico". En novela premiamos a Federico Navarro y en poesía a Santiago Vega (que inmediatamente demostró que no necesitaba de ese premio para intervenir decisivamente en la literatura argentina como Washington Cucurto; de todos modos, es un orgullo retrospectivo habernos dado cuenta de lo que había en sus textos).
* El año pasado formé parte del Gran Jurado de los Premios Konex. Como en el medio del proceso hubo un episodio chocante que involucró a César Aira me sentí obligado a renunciar al proceso de premiación, cosa que hice el 10 de septiembre de 2004.
* Hace unos días una amiga muy querida me comentaba que había rechazado la invitación a integrar el Jurado de los próximos premios X (que distribuyen una suma suculenta), por dos razones: porque no sentía que fuera capaz de discutir el valor estético de los candidatos con un Premio Nobel nonagenario (que sí aceptó la presidencia del Jurado) y porque no la satisfacía el procedimiento de "descarte". Por mucha confianza que depositemos en la capacidad intelectual y en la honestidad de quienes integran el comité de preselección de los grandes premios, el juicio estético sigue siendo otra cosa. Ella y yo, sin ir más lejos, desconfiamos hasta la injuria de nuestros respectivos gustos literarios, lo que significa que ninguno de nosotros podría confiar en los criterios de preselección del otro. Este año soy jurado del Noveno Premio Fundación Telefónica a la Investigación en Historia de las Artes Plásticas. Porque no se trata de un concurso literario (o sí: el ensayo para mí sigue siendo literatura), es previsible que no se presente mucha gente. Acepté la invitación de la Fundación Espigas precisamente por eso: sabía que podía leer todos y cada uno de los originales que se presentaran.
En conclusión, no volvería a presentarme a un concurso literario organizado por una empresa (ni siquiera como chiste) y no aceptaría integrar el jurado (salvo que me garantizaran la posibilidad de leer todos los originales presentados, y para eso deberían pagarme bastante y darme el tiempo necesario). Una cosa es una empresa y otra cosa es una sociedad benéfica, fundación o lo que se quiera. En el segundo caso se aplica la lógica del don y en el primero la lógica de la rentabilidad, que hay que respetar, naturalmente, pero no a costa de nuestra conciencia.
Las tres gracias
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Hace 2 semanas.
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