martes, 8 de marzo de 2005

La madre de Álvaro

La madre de nuestro vecino, Álvaro Bustos, tuvo una infancia desdichada y una juventud desesperante. Nadie sabe (ni su propio hijo) de dónde sacó fuerzas para seguir viviendo. Supongo que había, en épocas pasadas, una inercia que obligaba a la gente a recomponerse pese a todo. Una aceptación del "sentimiento trágico de la vida" que se perdió en épocas más hedonistas.
A los 19 años tuvo un primer hijo ilegítimo, al que llamó como a su padre muerto: Jorge Bustos. Y ocho años después (en 1965) otro (para el que eligió el nombre de su patrón y responsable de sus embarazos extramaritales: Álvaro). Parece que, como todos sus congéneres, era devota de la Difunta Correa, y cierta vez le hizo un pedido especial a cambio del cual se comprometía a entregar a su primer hijo al Seminario para que se convirtiera en sacerdote católico, en primer término, y, como objetivo último, en guardián del Santuario y de la memoria de su hipotética e ilustre antepasada.
Conmovida, la Difunta debe de haber aceptado el trato, porque las desdichas de la madre de Álvaro (que, en última instancia, había vivido prácticamente toda su vida presa de diferentes instituciones que hicieron de ella una persona temerosa de cualquier cosa que no fueran los mensajes esotéricos) amainaron. Primero murió su patrón, y su viuda, que no quería tenerla cerca ni a ella ni a esos hijos "producto del pecado", le dio una suma de dinero con la condición de que se perdiera en el anonimato. Y el anonimato, en aquella época como en casi todas, era venirse a Buenos Aires.
La madre de Álvaro, con los dos paquetes que eran el fruto de las debilidades de la carne, viajó a la gran ciudad y empezó una nueva vida. Decía que era viuda y, como era muy trabajadora, no tuvo inconvenientes en salir adelante en una ciudad que ya era muy competitiva y bastante hostil (a diferencia de la década anterior, dominada por la Beneficencia Peronista).
Cuando su hijo mayor terminó, con esfuerzos (porque no era precisamente una lumbrera), la secundaria, decidieron viajar (nadie sabe bien por qué) a Montevideo, como premio por el milagro inesperado de una graduación de la cual todos desconfiaban.
Yo pienso que la elección del destino encuentra su origen en un deseo de exotismo que tuvo que acomodarse a un presupuesto tan módico como el que tenían. Hacia mediados de la década del setenta (cuando ocurrieron los terribles acontecimientos que me dispongo a contar), las revistas del corazón, las radios y la televisión empezaban a pudrir la cabeza de la gente con fantasías de "viajes inolvidables" y "escapadas de fin de semana".
Cruzaron el río hasta Montevideo y parece que la pasaron bien. De todo ese viaje funesto (y por razones obvias) el niño de 10 años que entonces era Álvaro conserva sólo un recuerdo, pero lo pone en el alto pedestal de las cosas capitales y decisivas en su formación: las tardes que pasaban merendando en la cervecería La Pasiva.
Las cosas se complicaron a la vuelta. Unos vientos cruzados, completamente inesperados, arrastraron a la nave Ersi 2 (o Iersi 2) en la que viajaban hasta el Río de la Plata exterior, prácticamente hasta el lugar donde se hundió el Graf Spee, contra cuyos restos habría chocado antes de dar una vuelta de campana (algo similar a lo que le ocurrió al pesquero Teléfono diez años después). La embarcación en la que los Bustos volvían a Buenos Aires naufragó irremediablemente sin que se sepan, todavía hoy, las causas precisas del siniestro, aunque la cantidad de embarcaciones cuyos cascos semihundidos puntúan las traicioneras
aguas del Río de la Plata hablan a las claras de la dificultad de navegación, sobre todo cuando los vientos se arremolinan caprichosamente y transforman un espejo de agua que algunos pueden considerar inocente en una trampa natural. Todo sucedió con tanta rapidez que la gente no tuvo tiempo siquiera de ponerse los salvavidas reglamentarios, que en aquella época eran de corcho.
La madre y sus dos hijos cayeron al agua embravecida. De más está decir que ninguno sabía nadar: ni tan siquiera mantenerse a flote, aunque dudo que ninguna pericia natatoria sirviera en circunstancias semejantes. En la desesperación, la madre consiguió aferrarse a algo que flotaba (una puerta de madera, un cajón, no sabemos: un vínculo con el mundo de los sólidos). Pero sus hijos se le iban, arrastrados por los vientos infames y chupados hacia abajo por su propio peso. La madre les gritaba y trataba de alcanzarlos pero no podía ir hacia los dos, que habían tomado rumbos diferentes. Tuvo que elegir a quién salvar (o no eligió, pero la fatalidad le señaló lo que debía hacer) y aferró con fuerza la mano de su hijo más pequeño, Álvaro, con la esperanza de que el mayor consiguiera salvarse por sus propios medios. Pero no fue así y Jorge se perdió en las profundidades del Río de la Plata. Cuando Álvaro y su madre fueron rescatados de las aguas no había rastros del futuro sacerdote (los detalles de su ingreso al Seminario Diocesano de San Martín habían sido resueltos antes del funesto viaje). Volvieron a Buenos Aires sin pronunciar una palabra, atónitos, al borde del colapso nervioso y, naturalmente, muertos de frío.

1 comentario:

elescaramujo dijo...

La historia del agua y la obligación a optar entre dos hijos lo narra Marcela Serrano en " Para que no me olvides" haciendo de este hecho el núcleo dramático de la novela, lo que justifica la afasia de la protagonista. Inevitable esa reverberación al leer este texto. Saludos