Por Daniel Link para Soy
A treinta años de la muerte prematura
de Foucault (uno de los más graves episodios que habrá que asociar
siempre con la epidemia de HIV) corresponde preguntarse qué Foucault
recordamos.
No me refiero necesariamente a qué
fragmento de pensamiento suyo nos aferramos como a una tabla de
flotación en un mar enfurecido, porque para eso habría que
responder primero qué relación tenía Foucault con el pensamiento,
sino a algo más elemental: qué imagen de Foucault sobrevive en
nosotros cada vez que pronunciamos su nombre.
Yo, que no me canso de adherir a su
credo, he reivindicado, en varias oportunidades, el Foucault cartógrafo, el que traza mapas estratégicos de investigación, de
pensamiento, de escritura: que las traza (que los trazó) quiero
decir, para mí, indicándome
qué cosas podía yo decir y cuáles no,
una vez que me puse a usar esos mapas (por ejemplo: puedo decir
matrimonio universal, pero nunca, bajo ningún concepto,
“igualitario”).
Me gusta, también, el joven Foucault,
que manejaba alocadamente un Jaguar convertible beige por las rutas
de Uppsala, donde se había instalado en 1955 como lector de francés
por recomendación de Georges Dumézil, uno de sus queridos maestros.
Me fascina el Foucault revoltoso, que,
vuelto de Túnez, se puso al frente de la reforma universitaria en
Vincennes a partir de diciembre de 1968, pese a las reticencias que
siempre sostuvo en relación con el mayo francés (“Lo que vi en
Francia en 1968-1969 es exactamente lo contrario de lo que me había
interesado en Túnez en marzo de 1968”): la invención filósofica,
en esos dos años intensos, pasó no sólo por la forma-libro sino
también, y sobre todo, por la forma-institución.
Admiro (y me da miedo) el Foucault
polemista, el calvo (cabeza rasurada) de mirada maquiavélica y risa
burlona capaz de destruir a cualquier adversario sin perder la
elegancia, subrayando apenas los errores de argumentación del otro y
repitiendo “yo no dije eso”.
Me dejo llevar por las ensoñaciones y
los chismes hacia el Foucault carioca (o bahiano), disfrazado de
Carmen Miranda y me doy cuenta de que las imágenes de Foucault que
voy enhebrando no se corresponden propiamente con una “personalidad”
o con un “cáracter”, por supuesto, tampoco con ninguna
“identidad”, sino con poses y maneras de relacionarse con el
mundo: suturas.
Hay una cicatriz provocada por la
ausencia de un personaje (conceptual) amado y uno recurre a la propia
memoria, pero también al propio deseo, para sostener ciertas
imágenes como una forma de sobrevida austera, liminar, acaso
fantasmática, pero con una potencia de futuro similar a la que se
deduce de lo que Foucault escribió, de lo que hizo al escribir, de
su risa, de su preocupación por el propio presente y el modo de
relacionarse con él.
“Mi Foucault” es un rompecabezas
mal armado que nunca entregará una imagen definitiva, completa y
plana: es más bien un boceto que se pierde en un pliegue corporal.
Ése es el Foucault que yo abrazaría, si pudiera. Contra el mandato
arrogante del “yo soy y ésta es mi verdad” prefiero el “existo
en este cuerpo que no sé qué es, ni a quién pertenece, ni por
cuánto tiempo; existo en relación con tales reglas (que no son
proposiciones de verdad, sino indicadores de direccionalidad, forma
de vida)”.
Se puede pensar el presente y el mundo
de cualquier manera, pero no se puede amar el presente y el mundo
sino foucaultianamente.
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