Por Daniel Link para Perfil
El tiempo corre, vuelve sobre sus
pasos, se detiene hasta inmovilizarse. Nos resulta imposible
concentrarnos en un objetivo y descubrimos que no sabemos en qué día
estamos. Fijamos una clase virtual para un lunes que es feriado.
Cuando nos damos cuenta del error, ls alumns dicen que no importa,
todos los días son más o menos iguales.
Hace unas semanas (¿o meses?), a uno
de los docentes con los que trabajo se le cortó la luz y por lo
tanto internet durante una clase de consulta. En mi casa también se
corta el servicio y tengo que tener preparado el teléfono para
seguir con los datos cuando el wifi se me escapa como arena mojada
entre los dedos.
Por supuesto, las clases virtuales son
un desperdicio de tiempo perdido en verificar el contacto: ¿se me
ve? ¿se me oye? Se te escucha entrecortado. Apaguen la cámara.
Tenés el audio prendido.
Hablamos y hablamos y hablamos y no
sabemos a quién, ni para qué. Ls alumns tienen la gentileza de
acercar las preguntas previsamente como para que uno pueda organizar
la clase, pero igual todo resulta muy artificial: los chistes no
pasan, y uno tiene que multiplicar los cuidados para no ofender a
nadie involuntariamente, porque la disimitría comunicacional mediada
es demasiado grande.
Luego, ls alumns preguntan cualquier
cosa (porque son muy jóvenes). El otro día me preguntaron qué era
un “gag”. Dije que eso no iba a contestarlo. Al final contesté,
porque ells no tienen la culpa de haber llegado a un mundo sin
memoria del cine mudo o del Correcaminos.
Todo es un gag, con la diferencia de
que entre nosotros aparece saturado de palabras. Es como la carrera
de Aquiles y la tortuga, acompañada del griterío de un relator
deportivo ahíto de cocaína.
Hablar ante una cámara (no digo “dar
clases” porque no tiene nada que ver con eso) es como hablar en la
televisión: los silencios se vuelven insoportables, parece que uno
calla porque no sabe qué decir y los gestos en primerísimo primer
plano carecen todo valor: son como automatismos corporales. No dan ni
para gag.
Cuando veo las charlas que dan mis
colegas (para acompañarles en esa pesadilla) a veces me pierdo en
detalles insignificantes (uno de ellos, que estaba hablando de Artaud
y el ano, comenzó a rascarse el ojo con violencia; no estoy seguro,
pero creo que eso duró diez minutos o doscientos).
Ya nos han dicho que el segundo
semestre funcionará del mismo modo, remotamente: daremos seminarios
en modalidad virtual. Nadie que no lo haya hecho sabe el trabajo que
da preparar una clase virtual y contestar preguntas a través de
foros, que están sólo a un paso de la ignominia de las redes
sociales. Yo di dos o tres seminarios en modalidad remota para una
alta escuela de estudios mexicana. Me pagaban bastante bien, pero se
me iba la vida. Ahora, acá, no nos pagan más e incluso acabamos de
recibir el baldazo de agua fría de que recibiremos el aguinaldo en
cuotas.
Casi todo lo que había previsto
Giorgio Agamben al comienzo de la pandemia fue verificándose punto
por punto, sobre todo sus puntualizaciones sobre la muerte del
estudiantado universitario, el final de una forma de construcción de
saber compartido. Pero ni él ni Bifo, los dos autores cuyas
consideraciones intempestivas fuimos siguiendo al mismo tiempo con
alarma y entusiasmo previeron el cansancio y, todavía más, el
agotamiento y la desesperanza. Incluso hasta hace algunas semanas
podíamos sostener alguna esperanza, pero ahora ya sabemos que no,
que si la hubiera, no la hay para nosotros.
Hasta hace unas semanas incluso nos
creíamos capaces de imaginar y proponer una salida. Firmábamos
solicitadas.
Agotados, desecados, extenuados, ahora
querríamos ya no movernos nunca más, ya no tener que escribir un
solo informe, ya no rendir más cuentas de lo hecho ni proyectar lo
que haremos. No hay espacio para hacer nada porque el espacio, junto
con el tiempo, se ha reducido hasta su mínima expresión.
Incluso las imágenes se agotan: ya no
soportamos vernos a nosotros mismos, simulacros de vivientes,
muertos-vivos conectados a máquinas, gesticulando en primerísimo
primer plano y preguntando: ¿se oye, se ve? Y ya no: ¿se entiende?
4 comentarios:
Suscribo absolutamente.
Gran posteo. Doy clases (en otro idioma que no es el castellano) a adolescentes. Pasé a la virtualidad desde incluso antes de que se declarase la cuarentena. Sobrevivo, pero a costa de qué? El momento cúlmine, en el fragor de algo que una quisiera fuera una explicación escuchar: - Profe, hace como cinco minutos que tiene la imagen congelada... - What???
Me jubilé hace ya cuatro años, de manera tal que no tengo que soportar las exigencias de lo virtual. Pero lo contás tan bien, que percibo la experiencia docente simulada y me entristezco, especialmente por mis nietos. Te acordás del cuento de Asimov CÓMO SE DIVERTÍAN!
Me jubilé hace ya cuatro años, de manera tal que no tengo que soportar las exigencias de lo virtual. Pero lo contás tan bien, que percibo la experiencia docente simulada y me entristezco, especialmente por mis nietos. Te acordás del cuento de Asimov CÓMO SE DIVERTÍAN!
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