por Gabriela Massuh para La Nación
Las organizaciones en defensa del consumidor
constituían, hasta junio de este año, uno de los escasos instrumentos a
los que podía recurrir un indefenso ciudadano para paliar eventuales
abusos, desinformaciones o engaños que lo asedian cotidianamente a
través de los artículos que compra o de los bienes y servicios que
contrata. La omnipotencia de la Secretaría de Comercio Interior ha
decidido interferir también en estos recursos legales que permitían,
aunque más no fuera de manera individual y muchas veces en forma
precaria, saber qué comemos, con qué hilos nos vestimos, cómo
trasladarnos de un lugar a otro sin riesgo de muerte, cuál es el grado
de toxicidad del material de los juguetes importados, cuál es el grado
verdadero de grasa de los yogures dietéticos, cuántos meses de garantía
tiene el arreglo de un lavarropas, y así sucesivamente. Una vez más,
este gobierno nacional y popular se pone del lado de las empresas. Al
impedir la acción de las instancias de control, estamos condenados a
creer a pie juntillas lo que figura en la ilegible letra chica de las
etiquetas de productos y servicios. Por lo demás, dirá el Gobierno, el
tema del consumo es un tema de ricos porque los pobres, claro está, no
contratan servicios, no se enferman y tampoco consumen.
Por algún motivo inextricable el Gobierno suele hacer
alarde de su insistencia en aislarse del mundo. Con su última embestida
contra los organismos de defensa del consumidor dio un paso notable en
esa dirección, porque el mundo marcha en sentido diametralmente opuesto.
La globalización de la producción de bienes y servicios ha
desequilibrado en gran medida la distribución de fuerzas, donde el
consumidor es, de manera creciente, el eslabón más débil de la cadena.
Esto contribuyó a que los organismos no estatales de control de
servicios y protección del consumidor ampliaran sus redes e
intensificaran su accionar. No fueron los organismos estatales, sino
precisamente las organizaciones que defienden al consumidor las que en
Alemania descubrieron que los efectos depurativos de la sustancia "acti
regularis" de un mundialmente famoso yogur no contaban con la licencia
sanitaria adecuada. Los ejemplos son infinitos y, a veces, desopilantes.
Cualquier decisión, por más caprichosa que sea,
necesita de un consenso tácito. En este sentido cabe preguntar dónde
encuentra la Secretaría de Comercio Interior la legitimidad para tomar,
así como así, una medida que no solamente es anticonstitucional, sino
cuya única justificación es el capricho de un funcionario ("acá mando
yo").
En la Argentina, los derechos de los consumidores no
formaron parte de la agenda pública hasta comienzos de la década del 90,
cuando el proceso de privatizaciones de los servicios generó la noción
de una identidad colectiva definida por oposición al nuevo prestador que
fueron las empresas privadas. De aquella época viene la legislación
vigente hasta el momento, considerada una de las más desarrolladas del
mundo de habla hispana. Consta de un desarrollado y complejo cuerpo
normativo-legal que contempla las posibles situaciones imperantes en el
mercado moderno, con soluciones idóneas que permitirían una adecuada
protección de los sujetos sociales más vulnerables y la construcción de
una sociedad con mayor equilibrio en estas relaciones. Dicho sea de
paso: uno de los artífices de este cuerpo de leyes fue el entonces
diputado Héctor Polino, que actualmente dirige Consumidores Libres, la
organización que el secretario Moreno decidió suspender. Si hoy se puede
anular de un plumazo una labor independiente que suma varios años
dedicados a denunciar la arbitrariedad de los sectores privado y
público, es precisamente porque el principal problema de esa labor fue
el escaso eco que tuvo en la opinión pública y, por ende, en el conjunto
de la ciudadanía.
La realidad es que el paquete legislativo que prevé
defender al ciudadano nunca se aplicó de manera fehaciente: primero
públicas, después privadas y ahora indiscernibles, las empresas de
servicios nunca fueron controladas realmente. Cuando en la década del 90
se privatizaron la telefonía, los medios de comunicación, los
ferrocarriles y los hidrocarburos, los entes reguladores previstos por
la ley brillaron por su ausencia. No hubo más que voces aisladas o
marginales en contra, por ejemplo, de que el país se dividiera
arbitrariamente en dos para satisfacer a dos empresas de telefonía. O de
que hubiera una sola opción para acceder a un menú de programas de
cable, sin poder armar ese menú a gusto del consumidor. Es cierto que
ciertas empresas hicieron negocios descomunales en los años 90, pero
creer que la Secretaría de Comercio Interior le pone cotos a la
arbitrariedad es una ilusión en la que solamente simula creer el
Gobierno. Dentro de esa ficción, el secretario Moreno puede permitirse
suspender a la asociación Consumidores Libres porque considera que su
"relevamiento de precios no parece tener sustento metodológico" cuando
ese funcionario desmanteló el Indec, única fuente pública confiable de
producción de datos en el país, precisamente por tener sustento
metodológico. Esta curiosa paradoja es digna de una perfecta ficción y,
como toda ficción, puede darse el lujo de mentir sin que pase nada.
María Elena Walsh publicó en 1979 un memorable artículo
que llevaba por título "Desventuras en el país jardín de infantes".
Allí denunciaba la pacatería, la censura, la hipocresía de una dictadura
que trataba a la sociedad como a un conjunto de párvulos idiotas que no
saben diferenciar el bien del mal y, por eso, los pone todo el tiempo
de plantón con el bonete de burro. Es obvio que muchísimo ha cambiado
desde entonces, que ambas realidades son incomparables y que es odioso
hacer este tipo de comparaciones. Pero hay un denominador común de ambos
momentos, una idiosincrática manera argentina de confrontarse con los
problemas barriéndolos debajo de la alfombra: prohibirlos, cubrirlos de
una cháchara lingüística indecidora o hacerlos desaparecer del lenguaje.
Esto decía María Elena, como siempre, para alivio de todos: "Cuando ya
nos creíamos libres de brujos, nuestra cultura parece regida por un
conjuro mágico de no nombrar para que no exista. A ese orden pertenece
la más famosa frase de los últimos tiempos: «La inflación ha muerto»
(por lo tanto no existe). Como uno la ve muerta quizá, pero cada vez más
rozagante, da ganas de sugerirle cariñosamente a su autor, el doctor
Zimmermann, que se limite a ser bello y callar". Christian Zimmermann
era en 1980 vicepresidente del Banco Central.
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