En 2007 estuve por única vez en
Venezuela. Visité Caracas, una ciudad bastante fea, la costa de
Vargas, que había sido azotada por el deslave de 1999 y una vaguada
en 2005 (84,7
milímetros de agua en un solo día). Era difícil saber si el
paisaje posapocalíptico era el resultado de la catástrofe de 1999 o
la menor (pero más cercana en el tiempo) de 2005. En todo caso,
erizaba de pena.
Después,
en Mérida, en el aeropuerto colgado de la sierra, mientras
esperábamos el equipaje, oíamos el croar de las ranas y el
cocoroteo de las gallinas. Allí se desarrolló el congreso al que
había sido invitado, tibiamente opositor al régimen chavista
(Chávez atravesaba un momento de gloria, con el precio del petróleo
todavía alto y sin demasiadas complicaciones en el frente externo).
Nos
alojaron en un cuartel militar, donde el Congreso habría de suceder.
El Servicio Militar (obligatorio pero no compulsivo) duraba entonces
dos años (dieciocho meses era lo que la Ley establecía, pero ese
plazo siempre se alargaba). A partir de 2009, las mujeres fueron
incorporadas al servicio.
La
soldadesca del cuartel se quejaba del “tiempo perdido”, pero
muchos de ellos aceptaban con beneplácito la “recluta”, sobre
todo si les permitía combinar una cierta vocación de servicio con
los beneficios de la conscripción: comida, alojamiento, seguro de
salud, asignación mensual. Algunos de ellos, incluso, combinaban sus
obligaciones con la venta al menudeo de alcohol o cocaína.
Educado,
como todes les argentines de mi generación, en una fuerte tradición
antimilitarista, la situación me resultó asfixiante desde el primer
momento. Pero no había escapatoria: las milicias organizaban sin
excepción la totalidad de la vida social y comunitaria, repartían
alimentos, atendían las necesidades en zonas de catástrofe,
vigilaban.
Un
día, presencié una discusión a propósito de un contingente de
ancianos que visitaba el cuartel. Una profesora apoyaba al gobierno
diciendo que su madre tuvo vacaciones por primera vez en su vida con
el chavismo. Su interlocutor señaló el alto costo económico y
político del beneficio. Terminaron a grito pelado.
Siento
pena y temor por les hermanes de Pequeña Venecia. A un chico que
emigró a Buenos Aires le pagué el trámite para el DNI (quería
trabajar). La salida para la desesperada situación venezolana es una
sola, creo. Pero son los propios venezolanos quienes deben decidir
los términos.
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