A propósito de esta nota, una profunda melancolía. Yo me acuerdo de casi todas las noches de Morocco:
Recuerdos del cosmobolitismo
POR DANIEL LINK para Radar
Cerró Morocco. Tenemos derecho a ponernos sentimentales sobre todo porque el sentimiento que, como se dice, nos embarga, no es tanto la melancolía –por la pérdida de uno de los pocos locales danzantes de Buenos Aires donde siempre (léase: siempre) reinó la felicidad– sino lisa, y llanamente, el miedo.
La última noche de Morocco (el pasado sábado 19) terminó con gases lacrimógenos, patrulleros, ambulancias, obreros trabajando, travestis con los tacos rotos y el maquillaje corrido, mujeres cincuentonas descompuestas, níveas adolescentes y jóvenes de ojos glaucos con las miradas irisadas de frustración y calles cortadas. Paradojas argentinas: nunca hasta esa noche pudo verse tanta gente haciendo cola para entrar a Morocco, aun después de que los despavoridos bailarines hubieron abandonado el sótano donde se produjo el atentado. Nadie quería dejar su lugar en esa cola absurda (a esa altura de la noche y de los acontecimientos), como si el anuncio de que cerraba ese “parque temático de la modernidad” hubiera servido para recordar a tanta gente que ésa era la última noche de una época.
Y si hacía falta que algo sucediera para que ese baile de clausura no se pareciera a una liquidación de fin de temporada o al mero fracaso de un quiosquito –pero que no haya en Buenos Aires mercado para sostener algo como Morocco es ya una señal de alarma sobre los tiempos que se avecinan–, eso (lo que siempre temimos que pudiera suceder pero que nunca, nunca había sucedido) pasó: gas lacrimógeno en un sótano atestado de personas bailando, travestis atravesadas en las escaleras, la calle Hipólito Yrigoyen destripada como por efecto de una bomba neutrónica: una escenografía de distopía futurista.
En noviembre pasado, Morocco había cumplido siete años, a lo largo de los cuales impuso un estilo en la noche de Buenos Aires. Mientras en el piso de arriba se sucedían con frenesí el tango, el merengue, la salsa y la cumbia como una invitación al tacto, al olfato y al gusto, abajo sonaban –en una de las más hermosas pistas de baile, con el techo abarrotado de pequeñas bolas de espejo– todas las variedades de música electrónica: Romina Cohn, Dany Nijensohn, Dr. Trincado, Carla Tintoré y Diego Ro-k volvieron célebre en el mundo entero la pista de Morocco, al tiempo que ellos mismos crecían hasta convertirse en los mejores DJs argentinos. Entre los extranjeros que amenizaron las veladas de Morocco se pueden nombrar a Herbert, los Pan Sonic, Michael Mayer, Laurent Garnier, DJ Hell, Eric d Clark y Angel Molina, pero seguramente la lista es mucho más larga. Recitales de Charly, Fito, Leo, Flor de Piedra o Antonio Ríos, la Revista de Morocco, La moribunda de Urdapilleta y Tortonese, charlas de Escohotado sobre consumo de drogas, shows de transformistas, tragos con complejos vitamínicos, fiestas “ideológicas” de Agencia de Viajes: todo cabía en la imaginación de Diana Ruibal, superviviente de la “Primera Junta” de Morocco, integrada en aquellos primeros tiempos –cuando las paredes de la discoteca estaban engalanadas por una colección de banderines de los diferentes clubes de fútbol argentinos, colgada por Sergio Lacroix, y el restaurante–salsódromo era una creación de Sergio De Loof– también por Alaska y otros socios.
Hacia las dos y media de la mañana de ese domingo infausto, Romina Cohn pasó uno de sus mejores sets. Después fue el turno de Trincado, que arrancó con un viejo tema de All That Jazz, “After You’ve Gone”, y siguió con una batería capaz de conmover (si hubiera hecho falta) a las piedras. Trincado sabe hacer bailar como pocos en el mundo, pero tuvo que competir con ese humo que él no había programado y cuyo olor picante y nauseabundo la mayoría reconoció de inmediato. Entonces, por primera vez en la historia, la gente abandonó la pista de Trincado. Afuera, en la calle cortada, los obreros no dejaron de trabajar ni levantaron las vallas. Los patrulleros y las ambulancias entraban a contramano por Hipólito Yrigoyen porque en la esquina de Tacuarí una mezcladora les vedaba el paso. Los tacos altos y las pelucas rubias se mezclaron con los uniformes, pasó un señor en bicicleta, vestido con shorts y buzo de lamé plateado, y los que todavía esperaban algo de la noche iban y venían como si algo los llamara a una esquina u otra. Y todavía seguía llegando gente.
Morocco se parecía mucho a una Argentina utópica (a una nave lanzada hacia el futuro del mundo), donde todas las tribus podían encontrar su lugar en el mundo y donde las más exquisitas cruzas y figuras híbridas podían darse cita. En Morocco (con Morocco), uno podía sentirse seguro, interpelado, feliz, cosmobolita (el cosmopolitismo tercermundista al que podemos aspirar). Pero con esa fiesta de clausura, la utopía ya había sido cancelada. Lo que vendrá (y que ya se anuncia en las tapas de las revistas) no necesita de Morocco ni de disfraces exóticos ni de cohabitaciones aberrantes. Lo que vendrá abomina de las mezclas, la diferencia, la intensidad y la tolerancia. Y a ese porvenir –que es la causa retrospectiva de que Morocco cierre como si se tratara de un culto herético, clandestino y al margen de la Ley–, cómo no tenerle miedo.
A las cuatro y media de la mañana, entre Tacuarí y la 9 de Julio, una topadora llenaba de tierra las zanjas en Hipólito Yrigoyen. Estaban enterrando una época.
En cambio, no me puedo acordar de El Dorado. No podría describir el lugar, pero además, tampoco tengo recuerdo de ninguna noche.
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