Por Daniel Link para Perfil
Ya fue
dicho: “Hay mucha
muerte, muchos acontecimientos funerarios /
en
mis desamparadas pasiones y desolados besos”. Ése, que es uno de
los más altos momentos de la poesía en nuestra lengua (americana,
nerudiana) vuelve a interpelarnos en una semana en que los
acontecimientos funerarios se multiplicaron y que, por eso mismo, nos
permitió evaluarlos en su diferencia, porque las muertes no son
equivalentes ni significan lo mismo ni habilitan al mismo duelo.
Todo empezó con el gato de mi nieta, que atrapó un pájaro y casi lo mata en frente de ella, que estaba jugando en su casita del árbol. Enterada de la peripecia, dijo que (mientras almorzaba): “Yo, un día, en el cole, vi una paloma muerta. Y descubrí (el verbo me arranca lágrimas) que los que se mueren no se van al cielo. Se quedan ahí, muertos. Y no se puede hacer nada cuando alguien está muerto. No se puede hacer nada. Se hace lo que se hace. Y listo. Si alguien se muere se muere se muere porque no es que lo podemos curar con una doctora”. Dijo ella, con todavía cuatro años.
Inmediatamente, digamos, murió una reina, y unos días después, murió Godard. Acontecimientos funerarios irreconciliables. La muerte de la reina desató los ideales repúblicanos alrededor del mundo. Y en Gran Bretaña fueron reprimidas las solitarias manifestaciones anti-monárquicas, porque podrían herir a alguien (¿no hieren nuestra ética republicana las manifestaciones monárquicas?).
¿En qué sentido una institución decadente como la monarquía puede convivir con nuestra sensibilidad, en nuestro tiempo? La derecha ha querido defender esa supervivencia arcaica señalando el equilibrio que introduce entre los partidos en los regímenes donde existe. Pero sabemos que, en el fondo, sostener la monarquía (más allá del gasto público que significa) es sostener unos privilegios de censura y represión en reserva, por si acaso hicieran falta.
La muerte de Godard, en cambio, sólo puede medirse en una dimensión estética (entendiendo que también la estética es una forma de actuar lo político). Nos dicen que Godard murió tranquilamente. Y nos alegramos por eso. Y comparamos su muerte (que es la muerte de una época entera) con el no terminar del morir del cine, que aún después de haber exhalado su último suspiro sigue gritando sus groserías y sus inmundicias.
Godard, como Guy Debord, sabía que aún en lo que ha muerto o está muriendo es posible encontrar todavía una chispa de vida. Es el cine como archivo, es el lamento de Elpénor, el marinero que muere en la Odisea y que vuelve en Histoire(s) du cinéma, en la voz de Ezra Pound, en un rizo archivístico que mezcla la obsesión por la imagen justa con las voces que vienen desde el más allá del Siglo XX.
Ésa es la diferencia entre esos dos acontecimientos funerarios: la muerte de la reina nos lanza hacia una utopía reformista que prescinde de ella (acabar con la monarquía). La muerte de Godard nos agrupa: seguir adelante, pero en su sombra. Porque los que se mueren no se van al cielo. Se quedan ahí, interpelándonos.
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