En terminos de simple buena fe, la amistad de Martín Fierrro y Cruz, que nace súbitamente por reconocimiento en el uno del valor masculino, y en el otro por agradecimiento a su espontánea defensa, asume un carácter distinto en la convivencia solitaria en los toldos. Es allí donde la amistad se intensifica por la soledad y las dificultades de vivir, hasta hacer de ambos fugitivos seres tan compenetrados, que la muerte de uno es sentida por el sobreviviente como una ruptura de vínculos que los sostenían en su desdicha. La congoja de Martín Fierro y el sentimiento de absoluta soledad, nunca experimentado con tal intensidad, la devoción de su recuerdo y la compañía que busca junto a la sepultura, raya en los extremos de la angustia y la aniquilación de toda espereranza. (...) la muerte de su amigo configura en él un sentimiento de ternura tan patético como acaso existen pocos ejemplos en las letras. Descontada la hipérbole con que el Autor magnifica ese estado de tristeza, no habitual en su modo de describir ninguna pasión, el problema de cómo circunstancias naturales y bien conocidas pudieron ligar a dos seres desdichados en tan fuerte lazo queda como una incógnita.[1]
[1] Ezequiel Martínez Estrada. Muerte y transfiguración del Martín Fierro (1948). Buenos Aires, CEAL, 1983, pág. 98-99. Todos los subrayados me pertenecen.
1 comentario:
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