por Daniel Link
Coloquio
internacional “Espacios de memoria en el cono sur: nuevos afectos,
nuevas audiencias. Diálogos transculturales en el duelo”
organizado por Universidad de Tres de Febrero y University of East
London en el marco del Programa de Cooperación Internacional de la
British Academy (Buenos Aires: 27 y 28 de marzo de 2014). Texto leído
como comentario de la Intervención-Instalación de Albertina Carri
“Aquí estoy, todavía, disparando 24 cuadros por segundo”.
Hace
diez años Albertina lanzó al presente Los
rubios,
que lo atravesó como una flecha de amor envenenado y quedó allí,
en el corazón abierto del mundo, no tanto como un hecho de cultura
sino como una palpitación exterior que garantiza que lo que vive
todavía no muera nunca.
No
hace falta referirse a esa película que aniquila nuestra tolerancia
para con todas las demás. Ni tampoco al libro que forma parte del
mismo acontecimiento. Hoy Albertina nos entrega una tercera pieza de
pensamiento de esa compleja meditación (“parte de un plan”,
declara ella) llamada Los
rubios
de la que, con coquetería, dice no entender por qué la idea que la
desencadenó sigue suscitando curiosidad y sus respuestas, adhesiones
o enconos.
El plan de consistencia del que la película Los
rubios,
el libro y esta instalación forman parte nos han modificado tan
profundamente que nos obligan a analizar el modelo antropológico que
le habíamos supuesto pero que ahora aparece con una claridad que nos
deja sin aliento.
¿Qué
subraya ahora Albertina en “Aquí estoy todavía disparando 24
cuadros por segundo”?
Subraya
el fantasma y “el punto de luz que recuerda
la falta”. El recuerdo y la falta (la falta del recuerdo, el
recuerdo de la falta) son los estribillos que puntúan esta canción
escrita a a partir del emborronamiento de unas imágenes y su pase al
registro sonoro: contra la tiranía de las imágenes, Albertina se
vuelca hacia “el poder de la música”. En ese pase aparecerán,
se nos dice, “recuerdos de felicidad compartida” y “una
complicidad entre nosotras que yo desconocía”, “la escucha
primitiva” (en el vientre materno) que la Historia, con su crueldad
infinita y estúpida, transformó en una “distancia que ella sabía
que sería irreparable”. Albertina también subraya las cartas de
su madre, “el libro que Ana María no pudo escribir”, los libros
que la madre le recomendó que leyera (“apenas veinte libros”),
las cartas escritas como el fantasma del libro que no pudo ser
(“porque
era la mujer de un prometedor intelectual”) o que es, recién
ahora, cuando la hija criptógrafa revela el sonido de la letra.
Lo
que subraya Albertina, sobre todo, es una semiología antropológica
que prescinde del Nombre-del-Padre (o lo descalifica como
significante princeps)
y pone en su lugar “el nombre de la madre desaparecida”, la
falta: una semiología de lo líquido, de lo materno, de lo
subalternizado.
El texto completo, acá.
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