Por Daniel Link para Perfil
Desde que nos mudamos vivimos en una
pesadilla que tiene un nombre propio: Telefónica. La empresa, que
desarrolla uno de los managements más siniestros en la historia del
capitalismo, obliga a los despistados que aceptan por necesidad
imperiosa el trabajo chatarra de la venta telefónica a llamarme
todos los días, una, dos y hasta tres veces, para ofrecerme
servicios de Internet que jamás contrataría con esa empresa aunque
de ello dependiera el futuro de la especie humana (de la que
Telefónica se ha apartado ya hace tiempo).
Al principio opté por responder con
gritos destemplados, amenazas, sarcasmos coléricos que eran
recibidos con una mansedumbre de ovejas moribundas que me exasperaba
todavía más. Imaginé mi número de teléfono escrito en todos los
cubículos de los vendedores telefónicos. El chiste era decidir cada
mañana a quién le tocaba hablar con el energúemeno. Cambié de
estrategia y empecé a fingirme enfermo, al borde de la muerte,
secuestrado: pedía ayuda con un hilo de voz, me declaraba objeto de
mil violaciones físicas. Otras veces les preguntaba a las operadoras
qué tenían puesto y si tenían la bombachita mojada. Mi marido me
dijo que si esas charlas hubieran quedado grabadas me exponía a una
denuncia. Pasé a colgar el teléfono inmediatamente cuando me decían
que llamaban del Infierno. Una vez, una operadora tuvo el descaro de
llamarme nuevamente y preguntarme: “¿por qué corta?”.
Porque se me da la gana, porque es mi
derecho no ser perseguido durante mis horas de trabajo por una
empresa cuyos servicios no quise en el pasado ni querré nunca. Ya
adherí mi número fijo al registro “No llame”, pero el
hostigamiento no ha cesado y ahora leo que rige una excepción para
quienes tienen “una relación contractual vigente” con los
acosadores. De todos modos, ya interpuse una denuncia y me sumé a
los 14.000 hastiados del repiqueteo telefónico. El próximo paso:
dar de baja la línea.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario