Por Daniel Link para Perfil
Nos mudamos porque necesitábamos
cambiar de ambiente, y decidimos mudarnos a donde ahora vivimos
porque yo necesitaba una vista determinada: los patios del convento
donde los afanes de las monjitas iban a permitirme retrotraerme a los
finales del siglo XIX, comienzos del XX, grosso modo: los años
en los que comienza la trama de Chez Freire Grand Hotel, la
novela que estoy tratando de terminar.
Al principio todo funcionó de
maravillas e incluso conseguí publicar un anticipo. Pero después,
poco a poco, el edificio de al lado del convento comenzó a
monopolizar nuestra atención. En el octavo piso, un niño salía
todos los días al balcón a saludarnos (por entonces era verano, y
pintábamos en paños menores, brillantes de calor): “Hola, señor”,
nos decía. Lo apodamos El Niño Puto, entregándonos a horrendos
prejuicios que lamentaríamos casi de inmediato, cuando descubrimos
que su padre, un chongo que para algunos de nuestros amigos (pero no
para nosotros) era demasiado flaco, adoraba salir al balcón en
apretadísimos calzones. No era que El Niño Puto tuviera debilidad
por los hombres semidesnudos; estaba acostumbrado a ese sano
ejercicio de camaradería masculina.
En el noveno piso, alguien a quien
nunca vimos desayunaba todos los domingos escuchando FM Clásica. En
el quinto piso, un jubilado solitario recibía cada tanto a su madre,
una anciana que salía al balcón a examinar la ropa tendida y le
recriminaba cosas. En el tercer piso, la chica del gato hacía sus
calistenias cotidianas escuchando música ante la mirada atónita del
felino. Hace unos días, la chica del gato nos dio una mayúscula
sorpresa. O a lo mejor no era ella, porque lo cierto es que de su
cuerpo sólo veíamos los labios colocados alrededor de un miembro
masculino que hasta ese entonces no habíamos visto, adosado al
cuerpo de un muchacho que, parado de perfil frente al ventanal,
sostenía de la nuca a la muchacha, para mejor deslizarle su
insolente masculinidad hasta la garganta (no lo consiguió, por
cierto).
Cuando descubrió que lo mirábamos,
lejos de amedrentrarse, el lampiño muchacho se expuso mejor, como si
esperara una foto o un aplauso (no estábamos en condiciones de
prodigarle ninguna de las dos cosas, porque nuestra asistenta
doméstica fatigaba los ambientes con la aspiradora). En cuanto pudo
sembrar la cara de La Petera, acogotando el ganso, me di cuenta de
que mi siglo XIX se había perdido en el olvido.
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