Por Daniel Link para Perfil
Como
sabemos, el
carácter totalitario del poder se deduce de la paradoja que le es
inherente: la
ley está fuera de sí misma.
Otro enunciado paradójico: el
soberano, que está fuera de la ley declara, sin embargo, que no hay
un afuera de la ley.
El
ministro Finocchiaro acaba de proporcionarnos un par de sentencias
contundentes que ilustran esos principios: “nadie debe condicionar
al Presidente”, dijo. Rara sentencia, porque la figura presidencial
está condicionada, en principio, por el mandato de sus votantes y,
en segundo término, por las alianzas políticas en las que la
soberanía se funda.
Las democracias parlamentarias, si
alguna virtud tienen, es precisamente la de condicionar el ejercicio
del poder soberano, sometiéndolo a una serie de protocolos de
control que impiden que el soberano ejerza el poder según su
capricho.
Aspirar a un poder incondicionado, a un
salirse de la ley es pretender ejercer el poder totalitario propio de
épocas pasadas.
Otras declaraciones del ministro de
Educación (cuyo conocimiento de los textos fundamentales de nuestra
época no habría que poner en duda por el cargo que desempeña) son
congruentes con esa posición autocrática.
A propósito de el lenguaje inclusivo
manifestó su desacuerdo, porque en nuestro país “rige
la lengua castellana que
dicta la Real Academia Española (RAE)”.
Una lengua se usa
y no rige nada (alguien dijo que la lengua era fascista, para hacer
notar su pretensión regia). Y mucho menos es dictada por una
academía, cuyo propósito es administrar los usos de la lengua en un
determinado territorio. Si fuera cierto que alguna vez aceptamos la
regencia soberana de la Academia Real, no usaríamos el vos, y
hablaríamos de tú y pronunciaríamos gilipolleces sin ton ni son,
como en España.
“El
lenguaje es cambiante,
muta”, aceptó el ministro, “pero
los cambios de lenguajes no son imposiciones de grupos o minorías.
Se dan cuando la sociedad los acepta”. Qué cosa sea la sociedad
sino un debate sin cuartel de grupos (todos ellos minoritarios: por
eso existen las “primeras minorías”), no lo sabemos. El momento
en que la sociedad se piensa como plenamente homogénea es un
momento, ya, totalitario.
Es probable que
los esfuerzos que muches de nosotres hacemos para poner en
perspectiva los usos inclusivos del lenguaje al ministro lo dejen
frío. No porque él suponga un modelo de evolución lingüística
diferente del nuestro, sino porque su modelo de la soberanía
sostiene que el poder es incondicionado, se trate de un presidente de
una república o de una academia de la lengua cualquiera.
Los usos
inclusivos del lenguaje no se proponen como ya constituidos
(incorporados a la gramática, sancionados por los académicos,
aceptados por el poder) sino como constituyentes. Nadie está afuera
de la ley, pero además, la ley misma depende del debate.
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