La foto que me manda Laura Isola desde algún lugar de Escocia
es impresionante por su intensidad erótica y por la lectura de la
historia a la que induce. No sabemos quién la tomó pero sí que es
que es la primera foto de un encuentro memorable “en una de esas
frías noches de México”, que sella un amor a primera vista, hacia
junio de 1956.
La
foto muestra el interior de una habitación donde hay varias camas
revueltas, una mesa de luz, una silla, dos hombres, uno en cada
extremo de la habitación, que coinciden con los cortes de la
fotografía.
A
la izquierda, un joven de 28 años, de pelo corto, lampiño,
semidesnudo, que todavía no ha alcanzado a abrocharse el cinturón,
inclina su cuerpo hacia el borde de la fotografía y pone las manos
en sus espaldas, con cara de espanto. En la otra punta, delante de
una ventana, un hombre apenas dos años mayor (pero que parece
llevarle al menos diez años al otro), cabizbajo y con los ojos
entrecerrados, se abotona el saco. Seguramente piensa: “esto no
puede volver a suceder, tengo una responsabilidad ante la historia,
necesitamos una disciplina estricta”.
Acaba
de decirle al joven semidesnudo que piensa que está ante “un
hombre extraordinario”, después de una noche turbulenta: “Yo no
te abandono. Esto no volverá a suceder. “Nosotros
morimos perseguidos,
en la oscuridad.
El verdadero
cementerio
es la memoria.
Ahí
te guardo,
te
acuno,
te
celebro”.
El
joven, que ha atravesado el mundo en motocicleta en busca de un
destino, ahora deberá abrazar una causa y las palabras de su
compañero se le grabarán a fuego en la memoria. Le escribirá,
antes de morir, once años después: “Si me llega la hora
definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será
especialmente para ti”.
Ernesto
murió en Bolivia, perseguido. Fidel lo sobrevivió. Quien haya
tomado esa fotografía en México no sabía que estaba fotografiando
un amor constante, más allá de la carnicería.
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