Por Daniel Link para Perfil
Hedwig invita a sus amigas a tomar el té. Conversan sobre una judía rica a la que, en otros tiempos, su propia madre servía. Rudolf participa de una gran celebración ante un nuevo logro en el procesamiento de judíos. Cuando su mujer, Hedwig, le pregunta si disfrutó de la fiesta, contesta que se distrajo pensando desde un balcón cómo gasearía a la concurrencia, reunida en un palacio de techos altísimos.
La casa de Hedwig es un bello vergel: se suceden los canteros con flores, la huerta, los árboles frutales. Hay una piscina donde los tres hijos de la familia se divierten con sus amigos.
En el fondo, siempre visible, una pared de cemento separa la propiedad del campo de concentración de Auschwitz, donde Rudolf oficia de comandante. Durante las comidas, mientras los niños juegan, cuando hay una reunión de oficiales para mejorar el procedimiento de incineración, siempre se escuchan los gritos, los disparos, los llantos de bebés, los trenes. De noche, los hornos crematorios tiñen de rojo el cielo.
Molesta con una de sus criadas, Hedwig le dice que su marido podría cremarla en cinco minutos.
Cuando le ordenan a Rudolf que se traslade a Oranienburg, Hedwig decide quedarse con sus hijos y su perro en la casa, que tanto representa para ella, sus amigas y su familia.
Se insinúa que tiene aventuras con algunos de los trabajadores judíos del campo, se muestra que Rudolf tiene sexo con mujeres judías prisioneras.
Vi la película por recomendación de Albertina Carri, quien agregó, por si su criterio no fuera suficiente, que era candidata al Oscar. Ganó como mejor película extranjera. The Zone of Interest fue realizada por Jonathan Glazer a partir de la novela homónima de Martin Amis, muy libremente adaptada. De hecho, Glazer investigó durante dos años en los archivos de Auschwitz, repuso los nombres originales de los protagonistas, ajustó los detalles a los testimonios.
Más allá de su enorme valor cinematográfico, The Zone of Interest nos obliga a pensar en esa catástrofe que domina el Siglo XX, nos sumerge una vez más en una pesadilla que nos constituye y que determina la forma de humanidad que desempeñamos.
El espanto de la película de Glazer nos interpela directamente. Esa ficción de normalidad (que nosotros supimos llamar “nueva normalidad” durante el gran experimento de control social) sucede en un contexto de locura intolerable. Pero, ¿quiénes son los locos? ¿Los que ejecutan las acciones dementes de las que son un índice la banda sonora, justamente premiada en Los Ángeles, o los que siguen sus vidas como si nada sucediera?
Rudolf lleva a sus hijos a nadar al río, del que tienen que salir intempestivamente: está lleno de cenizas y de restos oseos. Nadie (salvo tal vez la madre de Hedwig, que huye de la casa) se atreve a decir las palabras que correrían el velo de complacencia: “son la ultraderecha”, “es un proyecto criminal”.
Hoy, entre nosotros, esas palabras tampoco se dicen en la prensa argentina, que escucha acobardada los ruidos detrás del paredón y sólo se preocupa por la “gobernabilidad”.
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