Por Daniel Link para Perfil
La tierra retumbaba con sonido hueco cada vez que los animales emprendían sus insensatas carreras. La seca la había cuarteado y las pocas briznas de hierba que habían resistido la falta de agua lucían desmayadas en la mortecina luz invernal de la mañana. Los días previos el viento había depositado remolinos de tierra sobre las superficies, como una capa de ceniza. Los pocos pájaros que habían quedado en los árboles apenas si cantaban y si lo hacían era para pedir agua, con la siringe como papel de lija.
La tierra no olía a nada, pero parecía dominar todo, hasta donde alcanzara la vista, allá donde las nubes de tormenta empezaban a competir con el aire sucio.
No era una amenaza sino una advertencia, porque dos horas después un telón de agua espesa cayó al suelo con estrépito de batalla. Y ya no paró más.
Primero fueron unas gotas gordas como copas de vino, que estallaban al tocar el suelo resquebrajado. Después la lluvia se transformó en un ruido monótono y continuo, sólo escandido por los truenos, que parecían devolverle a los animales los golpes que le habían dado a la tierra.
Los dejamos entrar a la casa, y embarraron todo.
Durante dos días la tierra chupó cuanto quiso y después se empezaron a formar lagunitas, porque le era imposible filtrar semejante cantidad de agua. Además, entre el viento y el agua arrancaron de los árboles las ramas muertas, los frutos remanentes del verano previo, nidos. El paisaje era de catástrofe climática: a la inundación se sumaba la basura de lo que todavía estaba vivo.
La tierra había desaparecido debajo del agua. En las partes más altas y en los hormigueros, se había formado un barro de consistencia lechosa.
Al tercer día, la tormenta cesó y salimos a controlar los daños, bastante módicos. Quien más había sufrido era el invierno, que no podía sino retroceder amedrentado.
Las Spiraea Cantoniensis, también conocidas como Corona de novia por el blancor almidonado que las caracteriza, habían empezado a dar sus primeras flores. Las glicinas reventaron todas en la misma mañana y vinieron las abejas a sorber su polen. Las hormigas empezaron a cavar su tunelandia y los pájaros volvieron a cantar con alegría. Santa Rosa había puesto fin al sufrimiento.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario