Para una ciudad tan constipada como Buenos Aires, encontrarse de pronto con un centro cultural por el que desfilaban a la vez lo más exquisito de las artes contemporáneas y las sedicentes supercherías de la culturoterapia fue tan escandaloso como el encuentro entre Horacio Oliveira y Berthe Trépat, en un memorable capítulo de Rayuela. Sólo que llegábamos tarde a ese banquete de las equivalencias puras entre una cosa y cualquier otra. Independientemente de lo que nos pareciera, a esa altura de la historia (Leopoldo lo comprendió muy bien), el Rojas nos era necesario.
Personalmente, fui varias veces al cine en el Rojas. Y también al teatro. Y a varias muestras de artes visuales. Estuve en aulas pequeñas y grandes auditorios. Aprendí cosas y enseñé algunas otras. Leí un par de veces lo que estaba escribiendo para audiencias que parecían inmóviles, siempre las mismas, aún cuando yo sabía que no era así y que ese efecto de congelación estaba dado sobre todo por la gran velocidad de sus movimientos. Como los movimientos de un afectado de touretismo, los movimientos de las audiencias del Rojas (o lo que es lo mismo sus deseos, sus necesidades: lo que las mueve) son infinitesimales pero decisivos. Un cambio constante.
Asocio al Rojas los nombres de otras personas que quiero y que respeto: María Moreno, Daniel Molina, Fernando Noy, Jorge Gumier Maier, Alberto Goldeinstein, Rubén Szuchmacher, César Aira, Arturo Carrera, Josefina Ludmer, Roberto Jacoby. Algunos de ellos siguen trabajando en el Rojas y otros no, pero "Rojas" no quiere decir nada sin lo que ellos hicieron y hacen. En realidad, sin el trabajo de todos los que trabajaron y trabajan en el Rojas, porque la lista de nombres es infinita y si yo sólo cito algunos pocos es por capricho y por incapacidad y no por otras razones.
Están los que dan cursos para la tercera edad, los que van a las cárceles, los que dan talleres de cualquier cosa (y también los que los toman). El Rojas, más que un mundo entero, es una galaxia que prolifera (lo primero que fagocitó fue el edificio de al lado, pero ya hay otras subsedes en otras direcciones). A veces esa proliferación asusta y fastidia a cierta gente, con razones justas. Yo mismo suelo ser bastante escéptico en relación con una oferta cultural que superpone al mismo tiempo cursos de ikebana, maratones pianísticas, clásicos del cine ruso, exhibiciones de capoeira y un congreso hiperespecializado al que vienen invitados de todo el mundo. Pero con ese estilo, el Rojas consiguió dejar una marca insoslayable en la cultura de Buenos Aires de los últimos veinte años y no conozco otra institución que haya distribuido tanto saber tan indiscriminadamente. Últimamente el ambiente de las artes plásticas no cesa de discutir sobre el rol del Rojas en "el arte de los noventa". No sé quién tendrá razón en esas discusiones un poco áridas y un poco tórridas, pero lo cierto es que lo que se discute es el rol del Rojas y no el de otro centro cultural, museo o galería: la galaxia Rojas.
El Rojas es así porque, sin duda, está habitado por muchas voces de fantasmas. Y es así, sobre todo, quiero creer, porque sigue bajo el influjo del encanto de Leopoldo. El Rojas cumplió veinte años. Es casi la mitad de mi vida. Y esa mitad de mi vida no habría sido la misma sin el influjo de ese lugar "más allá de Callao", qué excentricidad. Brindo por eso.
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