por Beatriz Sarlo
Hoy se juega la final del Mundial. Mañana el tiempo volverá a su eje y de nuevo tendrá el ritmo de las rutinas. El Mundial, en cambio, sucede en un tiempo excepcional, como la semana que transcurre entre Navidad y Año nuevo, o como los carnavales en los lugares donde esa fiesta es verdaderamente significativa y no un descubrimiento más o menos turístico de una tradición perdida. El Mundial se desarrolla en un tiempo espeso y cargado de adivinaciones, caracterizado por un suspenso eléctrico que en cualquier momento se corta abruptamente.
Durante el Mundial, los miembros de una nación se sienten parte de un organismo que se alimenta de la solidaridad comunitaria, la suspensión de la enemistad, los contactos cuerpo a cuerpo con desconocidos, los festejos y las depresiones colectivas. Si fuera necesario demostrar que las naciones existen habría que recurrir a la prueba de las guerras y de los mundiales de fútbol. El deporte vuelve real a la nación, incluso para los más escépticos y para casi todos los indiferentes.
Millones de personas, de las que no podría sospecharse fuertes afectos nacionales, se transforman. Como si la nacionalidad fuera un sentimiento adormilado que se despierta, los mundiales ponen a la nación en el orden del día. Pero, claro, cada nación se despierta con sus rasgos originales. Las barras bravas son tan bravas en las tribunas del campeonato local como en las de las ciudades alemanas, cuyos estadios, después de algunos imprevistos provocados por la cortesía futbolera argentina, quedaron cerrados para Los borrachos del tablón, la barra de River que, de todos modos, no pudo agarrarse a los golpes con la de Boca porque los jefes de esta última, procesados por delitos varios, no pudieron viajar a Europa. Los nacionalismos tienen rasgos culturales nacionales y esta redundancia sólo superficialmente es una redundancia. Más bien muestra lo que en cada nación es considerado tolerable dentro de una cancha de fútbol.
Como sea, podemos suponer que todos los chicos de las escuelas argentinas, a esta altura, ya saben que Ucrania es diferente de Rusia y su capital no es Varsovia, que ninguno confunde a Togo con Ghana, ni a Gran Bretaña con Inglaterra; por añadidura, están al corriente de que Serbia y Montenegro se han convertido en dos países, aunque jugaron el mundial con la misma camiseta. El mundial mundializa casi tanto como la globalización aunque sus efectos duren sólo treinta días.
Es interesante el retorno a la normalidad del tiempo. Fatalmente, habrán pasado a mejor vida los anuncios en celeste y blanco de todas las marcas que juraron su amor a la selección. Se leerán menos suplementos deportivos (aunque todavía falta que los medios gráficos nos entreguen el resumen del Mundial) y probablemente menos diarios. Algunos dejarán de interesarse por el fútbol hasta que llegue el próximo megaevento globalizado. El tiempo retoma su cauce. Cuando el grano del tiempo vuelve a tener la textura conocida, antes de que la costumbre se imponga definitivamente sobre la vibración de los hechos excepcionales, hay un momento en que se nos ocurre mirar hacia el atrás más inmediato. Como sucede en los aniversarios y las fiestas de fin de año, aparece un recuerdo, o un propósito o un balance. La intensidad de unos días tiene un hilo invisible que comunica con el pasado.
Aunque frente a cualquier obstáculo se crea lo contrario, cada uno de nosotros tiene sólo unas pocas experiencias cruciales a lo largo de la vida. Significan una torcedura definitiva, un desgajamiento o una incapacidad que se prolongará hasta el final. La experiencia crucial no nos deja iguales a lo que éramos antes, incluso puede volvernos irreconocibles, extraños a nosotros mismos. Nos da vuelta.
Yo tuve que pensar nuevamente en el Mundial de 1978, el torneo que se jugó en paralelo a una de las grandes tragedias argentinas. Probablemente, otros volvieron a momentos y personas diferentes. Quizás pensaron en alguien muy joven, que vio su primer final de un campeonato de fútbol en el 1998 o en 2002 y ahora está muerto. A lo mejor una chica, a la que mucho no le gustaba el fútbol, pero que acompañó a sus padres durante un partido mientras sus hermanos se habían ido a verlo en pantalla gigante; una barrita que tomó cerveza hasta la madrugada en el delirio que rodeó el Obelisco; o los amigos de la escuela que hicieron el aguante cuando en algún Mundial el cielo se hundió sobre el equipo argentino o le "cortaron las piernas" a Maradona.
Me pregunté qué sentirían los amigos, los padres, los hermanos de los muertos en el incendio de Cromañón. En sus vidas, ésa fue la experiencia crucial: el tipo de hecho que continúa para siempre, pero que retorna con más fuerza cuando el tiempo adquiere una particular intensidad, como sucede durante los mundiales.
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