por Daniel Link para Perfil Cultura
Los imperios se caracterizan, al mismo tiempo, por su capacidad para reconocer la multiplicidad de lo viviente (la diversidad de las formas de vida) y, al mismo tiempo, por su convicción de que son ellos quienes mejor pueden administrar esa multiplicidad y esa diversidad a partir de un sistema de categorización que, más tarde o más temprano, terminará sometiendo esas potencias de lo otro a una mera variante de entonación pero, nunca, de función, de forma o de sentido.
Los museos imperiales, con su declarada vocación de custodios de la historia en su totalidad son un claro ejemplo de ello. Son vanas las protestas egipcias contra el Pergamon de Berlín para recuperar la Nefertiti o las sublevaciones atenienses en reclamo de la restitución de los frisos del Partenón que los ingleses se llevaron para enriquecer su British Museum: el Imperio sigue considerando (y así lo declara en los documentales de televisión) que es el mejor custodio de esas piezas que las modernas repúblicas que se levantan sobre las ruinas de los antiguos imperios serían incapaces de salvaguardar de la barbarie (la polución, el vandalismo). Quien manda en el mundo decide qué negocios hacer con la historia propia, pero también con la ajena.
Se escucha, incluso, que es ilusoria la reivindicación soberana de esos patrimonios porque las naciones son modernas y que por lo tanto no hay línea de continuidad entre el siglo de Pericles y la Atenas hoy agobiada por la crisis financiera del capitalismo, o entre las dinastías egipcias y la Cairo musulmana y pro-norteamericana de nuestro tiempo. Esos monumentos del pasado, declaran, son un “patrimonio de la humanidad” cuya exacta grandeza nadie ni nada sino un imperio es capaz de administrar e interpretar.
El imperio es coleccionista, pero no lo es por razones meramente estéticas derivadas del ocio y la contemplación desinteresada de las cosas del mundo, sino sobre todo porque quiere mostrar a los ciudadanos de las Metrópolis el tamaño de su abrazo humanitario: “fíjense que lejos hemos llevado nuestro sistema clasificatorio; fíjense qué extraños ejemplares hemos conseguido para llenar los casilleros de nuestras colecciones; fíjense lo bien que administramos la multiplicidad de lo viviente” (el señalamiento vale tanto para las piezas de arte y civilización como para las colecciones de animales: el zoológico de Berlín Oriental debe ser el mejor provisto en el mundo de “especies comunistas”, heredadas de los antiguos aliados de Asia y África).
El siglo XIX, que se dejó arrastrar por los paroxismos de los imperios dinásticos al mismo tiempo que preparaba su ruina, multiplicó los museos de las civilizaciones, los parques zoológicos, los jardines botánicos y los museos de arte como manera de demostrar que no había variedad de lo viviente que pudiera resistirse a su poder de administración.
Visitados hoy, los museos imperiales dan una impresión penosa: son el residuo anacrónico de una concepción de lo viviente que murió asfixiada en los hornos crematorios del nazismo. El British Museum es tal vez el ejemplo más conspicuo de una serie de saqueos totalmente desatinados y que no pueden contemplarse sin temblor.
No hay impresión más desasosegante que contemplar, en la sala del Partenon, esos pedazos de piedra que habían sido concebidos para que, azotados por el viento en una colina del Mediterráneo, dijeran cosas sobre la relación con la historia y con lo sobrenatural que una comunidad había decido sostener como propia, como una forma de vida (un estilo, sí, pero también una ley formal y una sustancia). Fuera de contexto, los frisos del Partenón sólo pueden decir que fueron objeto de una política de normalización, que perdieron su carácter sacro (al mismo tiempo sagrado y maldito, imposible y prohibido) cuando fueron forzados a ocupar una posición en la política curatorial de un museo del imperio.
Con el arte sucede más o menos lo mismo, y basta con cruzar el Támesis para encontrarse, en la Modern Tate, que tanto ha enriquecido el área londinense de Southwark, con una parodia de la mirada imperial sobre lo viviente, esta vez acotada a esa forma de vida que reconocemos como “arte”. Y, en particular, el arte del siglo XX.
La historia misma de ese proyecto surgido del corazón de las políticas culturales del thatcherismo merecería un mayor desarrollo que el que estas líneas permiten. Pero basta observar la ordenación actual de la colección permanente del museo (una de las más importantes del mundo en su género) para darse cuenta del modo en que la mirada imperial administra el arte.
Hasta 2006, la colección estuvo organizada en cuatro grupos temáticos (Historia/ Memoria/ Sociedad, Desnudo/ Acción/ Cuerpo, Paisaje/ Materia/ Medio ambiente y Bodegón/ Objetos/ Vida real) que, cuestionables como podían ser, al menos suponían un principio de organización (sin el cual, se sabe, no hay colección posible).
Luego de varias manipulaciones, hoy el museo ofrece su colección permanente articulada en cuatro (y no en cinco, ni en siete) categorías: Poesía y sueño (la estela surrealista), Gestos materiales (pintura y escultura europeas y americanas de posguerra), Estados de flujo (cubismo, futurismo, vorticismo, “cambio y modernidad”) y Energía y Proceso (arte radical de los setenta y el movimiento “Arte Povera”).
Es una nueva forma de organizar el todo que pretende prescindir de las antiguas variables temáticas, pero lo que en principio se postula como una organización formal pronto se revela como una organización histórica encubierta (que es lo único que puede explicar la aparición de Joseph Beuys junto con Francis Bacon bajo la ambigua rúbrica de la poesía y el sueño). Es como si cada categoría se propusiera un desarrollo más o menos autónomo de la historia del arte del siglo XX (y, por eso, el inevitable Picasso está incluido en las cuatro), pero, sobre todo, un desarrollo diferente de las líneas hegemónicas impuestas por el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Los curadores de la Tate parecen al tanto de las últimas corrientes museográficas y por eso proponen “relatos curatoriales” en lugar de clasificaciones temáticas. Pero esos mismos relatos a veces se contradicen y otras se superponen, como si lo único que interesara fuera (en un museo popular como pocos otros en el mundo) un statement sobre el poder de la propia mirada (imperial) por sobre otra mirada (igualmente imperial): “hemos retomado las riendas administrativas del mundo”.
Comparada con el British Museum, la Tate no provoca la misma impresión de cachivacherío malamente importado (porque el arte y la civilización responden a lógicas diferentes de apropiación), pero en un caso y en otro se trata de interiores imperiales en los cuales se decide qué fragmento de arte o de cultura se luce mejor o, mejor dicho, qué fragmento de arte o de cultura hace lucir mejor la capacidad adquisitiva de los contribuyentes. La gratuidad de los museos londinenses no quiere decir sino eso: como el imperio (milenario) ha decidido administrar la totalidad de lo viviente, es justo y legítimo que los no ciudadanos del reino puedan disfrutar sin pago de peaje, cuando visitan la metrópoli, esas ambiguas propiedades (bienes, pero también cualidades) que algunas vez fueron experiencias de vida.
4 comentarios:
Dónde sino en el Plata leer "la Cairo"
Muy buen artículo.
Sobre todo, porque hacés una lectura de rivetes del Tate que no son evidentes para un aficionado pedestre como yo.
En cambio, las cabezas de Buda del British Museum son insoslayables; máxime cuando uno pudo ver tantos Budas decapitados en Indochina (entre otras brutalidades).
Interesante lectura.
Las clasificaciones bibliográficas o archivísticas son arbitrarias y ordenan el mundo de acuerdo al punto de vista (o de centralismo) predominante. Como ejemplo, la CDD (Dewey) para bibliotecas. Clasificar ciertos temas en Dewey es como querer pasar un camello por el ojo de una aguja. Todos los mortales pensamos/clasificamos (Perec) y eso llega hasta las instituciones que se ocupan de organizar la cultura. Los ingleses y los yanquis saben que organizar la información es dominar el mundo. En nuestro país seguimos los ordenamientos ajenos y a veces ni siquiera eso. Es una realidad que impacta sobre la creación y la investigación y que a nadie le importa un bledo.
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