Por Daniel Link para Perfil Cultura
Ni la tilinguería de quienes las llevan a cabo consigue arruinar del todo las buenas ideas. Hace unos meses fue presentada en sociedad la “Milla de los Museos”, un corredor de turismo cultural que asocia los museos comprendidos entre Retiro y Figueroa Alcorta y Salguero (donde está situado el Museo de Arte Latinoamericano, institución privada formada a partir de la Colección Constantini).
Se trata de 15 museos públicos y privados situados a lo largo de aproximadamente cuarenta cuadras en la zona norte de la ciudad, que pueden recorrerse en un bus turístico, a pie o en bicicleta. Como cualquiera sabe, una milla equivale a 1,60 kms., de modo que la designación, lejos de ser descriptiva, se revela como un capricho de los funcionarios municipales, que habrán considerado un alarde de fineza la utilización de una medida de longitud tan ajena a los usos corrientes en nuestro país.
El desliz terminológico no arruina la iniciativa, que bien podría haber usado esa vieja medida itineraria colonial, la legua, que cubre con mayor precisión los aproximadamente cuatro kilómetros que una persona puede cubrir en una hora (la legua romana y la francesa medían 4,44 kms.; la legua castellana, 5,57 kms.).
Si me detengo en estas precisiones es porque al sur de Retiro queda un territorio museológico de poco más de 5 kms. (desde la novísima Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat, en Puerto Madero, hasta la Fundación Proa, en el corazón de La Boca), que podría adoptar la más precisa (y más criolla) denominación La Legua de los Museos (y que incluiría, en su justo medio, al Museo de Arte Moderno de la Ciudad de Buenos Aires, próximo a ser reinagurado después de los años que demandó su ampliación, al Museo del Cine, que sufrió idéntica suerte, las salas del CCEBA en el Padelai, y a tantos otros). Que lo que tiende al norte se llame milla y lo que tiende al sur se llame legua podría servir para disimular la ignorancia o el rechazo de nuestras tradiciones al transformarlos en una necesidad topográfica.
Detengámonos en el comienzo de esa hipotética Legua, la calle Olga Cossettini Nº 141, en el desangelado barrio de Puerto Madero.
El edificio que alberga la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat fue diseñado especialmente por el estudio de arquitectura Rafael Viñoly Arquitects PC (aunque, hacia el final, hubo desavenencias entre la Sra. Lacroze y el arquitecto uruguayo). Construido en el Dique 4, el elegante edificio destina 3.000 m2, en cuatro niveles, a la exhibición de la colección reunida a lo largo de los años por esa generosa seguidora de las tendencias hegemónicas del arte universal y curadora principal (junto con un equipo de asesores cuyos nombres jamás fueron revelados, tal vez para proteger su identidad de los evidentes desatinos del montaje).
El recorrido lleva, en ese orden y desde el acceso en planta baja, al primer subsuelo, al segundo, al piso primero y al piso segundo, donde se suceden sin orden ni concierto “salas” que llevan nombres como “Sala familiar”, “El paisaje, la ciudad y la tradición. Siglos XIX y XX”, “Arte internacional”, “El espíritu de la modernidad”, “Figuraciones I”, “Figuraciones II”, “Abstracciones y nuevas formas de la figuración”, “Antonio Berni”, “Raúl Soldi” y “Objetos de la colección”. Yo le hubiera agregado al final el borgeano “Dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello”, como para subrayar el presupuesto de que “no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural” que parece deducirse de una semejante mezcolanza de criterios, o su subordinación al voluptuoso capricho del gusto o de la propiedad (que tal vez sean lo mismo: el “gusto propio”).
La Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat debería ser un orgullo para la Ciudad de Buenos Aires, que puede exhibir una delicadísima escena veneciana (levemente deteriorada) de Turner, junto con otras maravillas (dos Petorutti, ocho Xul Solar, seis Berni, incluida la imprescindible instalación La Difunta Correa, un Brueghel deslumbrante) y algunas abominaciones como la “Tacita con fruta” (1990) pergeñada por el Maestro Ernesto Sábato, que hubiera encontrado su lugar natural junto con los relieves, las máscaras y los mosaicos que se amontonan en la sección “Objetos (perdidos) de la colección”.
Lo mismo que hemos señalado respecto de la “Milla de los Museos” obliga a la crítica a detenerse en aquellos aspectos que opacan la presentación del arte y, en última instancia, el disfrute y la formación del paseante, que deberían ser los principios rectores de toda intervención museográfica.
No es sólo el desbarajuste categorial lo que hay que reprocharle al sistema designativo elegido por la Fundación Fortabat para exhibir una colección que, más allá del convencionalismo del gusto artístico que supone, impresiona por la cantidad y calidad de las piezas que contiene. Además de las superposiciones parciales de las etiquetas (“El paisaje, la ciudad y la tradición”, “Arte internacional”, “El espíritu de la modernidad”), no se entiende por qué el retrato de la Sra. Fortabat firmado por Andy Warhol o los exquisitos cuadros de Amalia Amoedo (la nieta menor de la coleccionista) no integran la “Sala familiar”, donde no sólo lucirían mejor sino que alabarían todavía más la gloria de una de nuestras familias patricias.
Fiel a las últimas avaras tendencias en museografía, la Colección Fortabat no dedica un solo centímetro cuadrado de sus paredes a explicar los criterios de agrupamiento de las diferentes piezas (que seguramente tampoco fueron explicitados en la única herramienta pedagógica que se ofrece al visitante, el audiotour). El efecto es desasosegante: en una sucesión sin tregua y sin pausa se suceden las piezas más disímiles (al lado del Turner, en ubicación privilegiada, un dibujo intrascendente de Klimt sobre papel), que terminan asfixiándose en los 3.000 mts. que se les destinan (El Museo de Arte Moderno dispondrá de 2.600 mts. de espacio exhibitivo; Fundación Proa, al Fondo de la Legua, distribuye sus muestras en 1.000 mts.).
Tal vez escaso para un museo, el espacio con el que cuenta la Colección Fortabat parece adecuado si, además de un ordenamiento que potenciara el valor de las piezas, se procediera a una selección un poco más criteriosa (no tiene sentido exhibir un Fader bueno y uno mediocre sólo porque la coleccionista compró los dos, y los 6 cuadros de Luis Felipe Noé no necesitan de la compañía de Rogelio Polesello y Kenneth Kemble, cuyas intervenciones no tienen ni la misma dimensión ni el mismo alcance).
Un “colección personal” es más maleable que una colección de museo, pero su pasaje de lo privado a lo público supone, sino la desaparición de la subjetividad del coleccionista, por lo menos su inscripción respecto de alguna política curatorial que ese “elefante blanco” (así designó la Sra. Fortabat a su colección cuando la inauguró) reclama a gritos, sobre todo si se pretende sostener alguna hipótesis de futuro y una intervención sobre el tramado urbano (como la que el MALBA supo construir).
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Hace 5 semanas.
4 comentarios:
Daniel: la señora Fortabat puso como condición sine qua non, para mostrar al público su colección privada de arte, que no hubiera ningún curador ni nadie que organizara la muestra con algún criterio; sino que las obras deberían ser expuestas tal cual el orden en el que estaban colgadas en su casa (chan!). Se llama capricho de coleccionista, y en esto se diferencia sustancialmente de la colección Constantini (MALBA).
Slds.
"Los exquisitos cuadros de Amalia Amoedo"
¿De verdad te parecen exquisitos?
Salvo esto, coincido con todo lo dicho sobre el Museo Fortabat.
Y la "Legua de los Museos" es un nombre fantástico, ojalá hubiera alguien con cabeza como para cambiarlo.
quisiste decir "su pasaje de lo privado a lo público?"
Sí, Sofía, gracias: ya lo corregí.
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