domingo, 13 de febrero de 2011

Calamidad cósmica

Por Daniel Link para Perfil Cultura

Con gran pompa, acaba de presentarse en Madrid la primera edición en castellano del Atlas Mnemosyne de Aby Warburg (gracias, Elena y Valentín), esa suerte de instalación sobre ciertos motivos del arte clásico y el arte renacentista (en fin, el “arte moderno”) en el que Warburg trabajó maníacamente durante los últimos años de su vida (1924-1929) y que constituye, al mismo tiempo, una formidable reflexión sobre la historia del arte y sobre las ficciones curatoriales que permitirían ponerla en evidencia. Warburg pretendía ditribuir en paneles ciertas imágenes (reproducciones, fotografías, dibujos y gráficos) que, por mera juxtaposición, dieran cuenta de ciertas persistencias, ciertas traslaciones y ciertas mutaciones de la imaginación artística, considerada como una práctica de distanciamiento entre uno mismo y el mundo (“acto fundacional de la civilización humana; cuando este espacio interpuesto se convierte en sustrato de la creación artística, se cumplen las condiciones necesarias para que la conciencia de la distancia pueda devenir en una función social duradera, la suficiencia o el fracaso de la cual como instrumento espiritual orientador determina el destino de la cultura humana”). De modo que podría decirse del Atlas Mnemosyne (ahora bellamente presentado por la editorial Akal y celebrado hasta la apoteosis en el Museo Reina Sofía) que es un museo portátil de la función-arte armado de acuerdo con el “asco al esteticismo de la historia del arte” al que Warburg no se cansó de referirse. Las imágenes son, para Warburg, una “necesidad biológica”, constituyen un producto intermedio entre la religión y el arte” y, por eso puso como epígrafe de otra de sus decisivas contribuciones a una teoría de la imagen la frase inquietante (pero para nada ambigua): “Como un viejo libro enseña, Atenas y Oraibi son lo mismo”. Oraibi es una de las principales aldeas hopis de Nuevo México, que Warburg había visitado en 1895 y en cuyos rituales se detuvo en 1923, cuando pronunció la conferencia El ritual de la serpiente.
Al desconfiar (radicalmente) del esteticismo y del formalismo que con él se asocia, Warburg quería restituir la función-arte y las prácticas artísticas al espacio ritual en el que habían encontrado su sentido primero como herramientas de distanciamiento y, por lo tanto, de reflexión (lisa y llanamente: una forma de pensar el destino, la herencia y la comunidad). Ideas parecidas fueron desarrolladas por Carl Einstein (cofundador de la revista Documents) en varios textos.
Así, en “Sobre el arte primitivo” (1919), Einstein señalaba que, para compensar lo que le faltaba de arte directo, Europa producía en exceso explotadores artísticos, personas interpuestas, agentes de segunda mano, rentistas de la tradición, a los que llamaba “europeos indirectos”.
“El arte europeo”, concluía Einstein, “está imbricado en el proceso de la capitalización diferenciada. Atrás queda la época de las ficciones formales. Con la decadencia de la economía del continente se desmorona también su arte”. Desde esa perspectiva, cada obra, en la medida en que no se encamine a la reestructuración social que podría darle algún sentido a todo, es solo una pieza más de esnobismo reaccionario (Carl Einstein. El arte como revuelta. Escritos sobre las vanguardias. 1912-1933).
En 1926, analizando el Museo de Etnología de Berlín, Carl Einstein comprobó que cada objeto de arte o cada utensilio que vaya a parar a un museo es privado de sus condiciones de vida, de su entorno biológico y, por lo tanto, del efecto que le es propio: “La entrada en el museo confirma la muerte natural de la obra de arte y consuma el acceso a una inmortalidad sombría, muy limitada y, digamos, estética”. Un retablo o un retrato, arrancados de su entorno, son sólo un fragmento de trabajo muerto. Aislados en una exhibición, se falsifica y se limita el efecto de esos objetos (y de la función-arte con ellos asociada).
Lejos de colocarlo en el lugar de un respeto acrítico o temeroso de la tradición, habría que subrayar que Carl Einstein comprendía, tanto como Aby Warburg, la radical bipolaridad de vida y muerte que se agitan en el arte: “El museo modifica por completo el carácter de todo arte, ya que éste adquiere valor por sí mismo. Sustraído al más allá de la fe viva, es investigado con arreglo a su valoración formal”.
Si me detengo en estas hipótesis no es porque sean desconocidas entre nosotros (José Emilio Burucúa y Raúl Antelo han actualizado en repetidas oportunidades sus implicancias) sino porque, en cierto sentido, han orientado la serie de paseos a través de los museos que ahora cerramos: el Guggenheim y el MOMA de Nueva York, el Museo Larco Herrera de Lima, el MALBA, el MNBA, la Fundación Proa, la Colección Constantini y el MAMBA de Buenos Aires, la Tate de Londres, el MAXXI de Roma, la Bienal de San Pablo, Internet.
En todas partes constatábamos esa tensión entre lo vivo y lo muerto (el arte es una forma de vida y, al mismo tiempo, tematiza otras formas de vida) que, en algunos casos, se sostenía en su precario equilibrio en los museos y las ficciones curatoriales que sostenían las diferentes muestras, y que, en otros, quedaba sepultada en un amontonamiento inconsecuente y sin sentido de fragmentos de trabajo muerto y de esnobismo reaccionario.
Las mejores muestras, pienso retrospectivamente, fueron las que precisamente investigaron el “lugar del muerto” del arte en las sociedades contemporáneas: la de Tim Burton en el MOMA, la de Gino De Dominicis en el MAXXI o las que pusieron el acento no tanto en los procesos de acumulación sino en la lógica de destrucción propia del capitalismo (Dominó Caníbal de Cuauhtémoc Medina), y esto es así no tanto por prejuicio o gusto personal, sino porque, como queda demostrado desde las perspectivas de Einstein o de Warburg, toda otra elección conduce a un formalismo estéril y vacío de sentido. Los más claros ejemplos serán siempre los museos imperiales, que amontonan “pedazos de piedra que habían sido concebidos para que, azotados por el viento en una colina del Mediterráneo, dijeran cosas sobre la relación con la historia y con lo sobrenatural que una comunidad había decido sostener como propia, como una forma de vida (un estilo, sí, pero también una ley formal y una sustancia)” y que hoy, porque fueron forzados a ocupar una posición en una determinada política curatorial, “perdieron su carácter sacro (al mismo tiempo sagrado y maldito, imposible y prohibido)”.
Pero no hace falta referirse al “arte primitivo” o a las lejanas piedras de los orígenes de la civilización para incurrir en un imperialismo cultural tan desasosegante: lo mismo puede decirse cuando las ficciones curatoriales toman a Berni, Warhol o Kandinksy como objeto de su contemplación irresponsable y exhiben las piezas asociadas a esos nombres totalmente desgajadas de la experiencia que las constituye, las explica y les otorga su sentido.
Tal vez el arte, como el ser humano, no sea sino una calamidad cósmica (y por eso persiste, como un grito, a pesar de todas las advertencias y constataciones de deceso).
Curare, curar es restituir una experiencia de distanciamiento (una forma de vida) para que alguien pueda aprender (o inventar) a partir de ella una manera de resolver la tensión entre lo vivo y lo muerto.


1 comentario:

Juan Manuel López Baio dijo...

muy interesante. ¡gracias!