Siempre es horrible escribir sobre la
muerte, no importa cuán de cerca nos toque, porque ya hay tantos
acontecimientos funerarios que nos cuesta hacer también del
ejercicio de escritura un memento mori. Precaución
(o si se quiere: repugnancia) inútil porque nada como la escritura
necesita de una teoría de lo que muere (es decir, de lo viviente).
En todo caso, hay circunstancias que
nos obligan a interrogar aquello cuyo sentido, por lo general, se nos
escapa. Murió Chavez.
Hasta los más acérrimos enemigos del
chavismo (entre los que no me cuento) terminarán extrañando a su
líder, el carismático comandante Hugo Chávez, tan central fue su
figura en la política latinoamericana del cambio de milenio, pero,
sobre todo, en la definición de lo latinoamericano como un conjunto
de tensiones que el presidente venezolano puso en correlación con
los hitos más notorios de la imaginación independentista del siglo
XIX y XX (Bolívar, San Martín, Simón Rodríguez, Lincoln, Guevara,
Castro, Allende) y un manojo de figuras sencillas (anti-imperialismo,
socialismo, resistencia, etc.) que puso a funcionar a golpes
operísticos como causa motriz de una protesta contra el estado del
mundo y de las cosas. Véase la
extraordinaria entrevista a Chávez que la BBC ¡de Londres! difunde
en estos días (a cargo de Stephen Sackur para el programa Hard
Talk, 2010)
como un índice del triunfo de la imaginación.
Es probable que Venezuela no haya
alcanzado, durante los gobiernos de Chávez, los niveles de
desarrollo que los extraordinarios ingresos del país, gracias a sus
reservas de combustibles fósiles, hubieran permitido prever, o que
el militarismo que el Comandante impuso a la vida cotidiana de los
venezolanos repugne a los espíritus republicanos devotos del
respeto de las libertades que ese mismo siglo XIX, invocado hasta la
desesperación, eligió como banderas.
No me refiero a eso. Sobre todo porque
ante la gigantesca dimensión imaginaria de la desaparición de
Chávez empalidece todo lo demás, incluida la futura desaparición
de Fidel Castro ―subrayo
para que se comprenda cabalmente la gravedad del acontecimiento.
Tal vez Chávez no nos defendiera
(objetivamente) de nada, pero sus excesos de discurso establecían
siempre un campo de problematización interesante, en
el que lo único que faltaba era precisamente un pensamiento sobre la
propia muerte, y por lo tanto, sobre la Historia. Stephen Sackur,
en la entrevista antes mencionada, no percibió ese interés, y así
le fue.
Los cesaristas llorarán desoladamente la falta del caudillo. Otros, en cambio, volveremos a interrogarnos sobre esa extraña resistencia a generar una sucesión que arruina las mejores intenciones.
Los cesaristas llorarán desoladamente la falta del caudillo. Otros, en cambio, volveremos a interrogarnos sobre esa extraña resistencia a generar una sucesión que arruina las mejores intenciones.
Todas las premisas pueden discutirse
(las que atañen a la hegemonía política, a la intervención del Estado en el tipo de cambio, al régimen de propiedad de los medios
masivos de comunicación, a la forma de las instituciones
republicanas, etc.) pero no se puede discutir “todos los hombres
son mortales” sin entrar francamente en un mundo de ficción (que
es, precisamente, el del sarcoma inoculado).
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