Por Daniel Link para Ñ
La primera vez que vi a Josefina Ludmer
fue en un teatro donde Punto de Vista organizaba una serie de
conferencias clandestinas. Corría el año 1981 (¿o 1980?) y ella
presentó el género gauchesco como una literatura menor, usando las
nociones que Deleuze y Guattari habían presentado en Kafka y
que yo casualmente había leído la semana previa, en una traducción
parcial publicada por una revista cuyo nombre no recuerdo. Las dos
circunstancias, la conferencia y la publicación de un capítulo de
Kafka, devuelven una imagen de un régimen autoritario ya
resquebrajado.
Yo no fui alumno de Josefina en lo que
ella llamó “la universidad de las catacumbas” y tampoco fui su
alumno en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando la restauración
democrática permitió que cientos de jóvenes entusiastas se
beneficiaran con su pedagogía. Como nunca fui su alumno, nunca la
sufrí como maestra (su magisterio, muchos cuentan, no ignoraba la
crueldad).
Cuando en 1988 se publicó la primera
edición de El género gauchesco. Un tratado sobre la patria
(que a mí me gusta mucho más que las posteriores), reseñé el
libro para la revista Espacios. Del libro había desaparecido
todo rastro de Kafka, así que me pareció necesario reponer
ese contexto que era, al menos para
mí, importante.
Escribí,
junto con Kafka: “Nuestra cantora se llama Josefina.
Quien no la ha oído no conoce la potencia del canto”. El canto,
el teorema de Cantor, Kafka y la China se daban cita para definir una
nueva relación entre la literatura y la política de los cuerpos.
Ya antes
había leído Cien años de soledad. Una interpretación y
Onetti. Los procesos de construcción del relato. El primero
me había resultado fascinante (Josefina nunca compartió mi
fascinación por ese libro que a ella ya no le gustaba); el segundo,
no tanto, porque yo era muy inmaduro cuando me lo hicieron leer por
primera vez.
Después
vinieron El cuerpo del delito,
un libro extraordinario y muy mal (y poco) leído, tal vez porque
desarrolla una tarea de demolición en el corazón mismo de la
conciencia literaria patriótica, la coalición liberal, cuyos
sujetos “inventaron, entre todos, un tono y una manera de decir que
quiso representar «lo
mejor de lo mejor»
de un país latinoamericano en el momento de su entrada en el mercado
mundial, y que se hizo «clásico»
en Argentina. Y tambien inventaron entre todos, con
ese mismo tono,
una lengua penetrada de arrogancia, de xenofobia, de sexismo y de
racismo”.
De
Aquí América latina. Una especulación
no me gusta hablar demasiado porque Josefina me incluyó en el corpus
de ese libro delirante y justificarlo sería como justificarme a mi
mismo.
Todos
los libros de Josefina marcaron un antes y un después en lo que
nosotros podríamos leer. Por supuesto, ella no esperaba que
siguiéramos sus indicaciones, sobre todo porque, luego de haber
puesto a prueba los paradigmas de lectura de una época, los
descartaba por otros.
Pensar
que ya no no podremos encontrarnos con ella para comentar los
pormenores de nuestra vida cada vez más triste nos arroja a una
intemperie casi tan intolerable como la de saber que ya no habrá más
libros de Josefina y que deberemos contentarnos con releer sus libros
previos.
Redimida
ahora de los afanes terrestres, Josefina se perdera jubilosa entre
la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo, que
amplificarán su canto y la repetirán (sabiendo o no que lo hacen)
como lo que siempre fue: nuestra mejor lectora, y la que llevó el
Texto (que fue su única obsesión) hasta los umbrales mismos de su
transformación en otra cosa.
Por Daniel Link para Perfil
Todos los libros de Josefina Ludmer,
quien acaba de dejarnos solos a merced de la brutalidad del mundo, me
marcaron, desde Cien años de soledad. Una interpretación
hasta Aquí América Latina. Una especulación. Pero ninguno
tanto como El género gauchesco. Un tratado sobre la patria
(1988).
Quienes esperaban encontrar en el
libro más o menos lo mismo que en sus artículos previos sobre el
tema encontraron que El género gauchesco es otra cosa: Un
tratado sobre la patria (palabra anticuada como pocas: el
experimento en el anacronismo). De los artículos anteriores sólo
quedaron restos al comienzo y al final del libro. El género
gauchesco habla de la literatura gauchesca. Un tratado sobre
la patria habla sobre el futuro argentino (el pacto de los
Olivos).
Hasta la página
97 el Tratado sobre la patria (los títulos son
intercambiables: no hay función subtítulo o son dos libros
encimados) parece un libro escrito con inteligencia previsible. Sin
embargo, en la página 98 aparece reproducida una nota de Clarín:
“fue verificada una teoría de Einstein”. A partir de ahí, el
libro empieza a hablar de todo mezclado y a interpelar al lector para
que descubra las distintas figuras que se pueden formar con las
piezas del Tratado. Sigue un fragmento de Einstein, las
conversaciones que Mitsou Ronat sostuvo con Chomsky, la bibliografía
de Hidalgo, otra vez Chomsky y por fin la voz “en off” del
tratado. Después otra vez Chomsky, las vidas de Luis Pérez y de
José Hernández, un fragmento sobre Borges y Joyce, más Chomsky,
Peirce, Eisenstein, Marcel Mauss, en un patchwork vertiginoso. Es ahí
donde El género gauchesco se vuelve pop: pone la crítica en
crisis, trata de “disolver simultáneamente el género (lo que se
lee) y la crítica (la que lee)”, como el pop; arma un “efecto de
perspectiva cambiante”, como el happening.
El capítulo
segundo, de nuevo, empieza hablando con propiedad del género
gauchesco pero pronto se instala en un terreno otro que habla de la
ley y el Estado. Aquí se leen las reacciones ante el ascenso de las
masas: las fiestas del monstruo, desde “La refalosa” hasta El
fiord, pasando por Borges y Bioy, episodios que Un tratado
sobre la patria aspira a no reconocer en su estabilidad, porque
El género gauchesco apuesta al futuro de la patria, que es
pura potencia. Por eso el Tratado descubre a las Madres de
Plaza de Mayo en el Martín Fierro.
Era mucha deuda
para que yo no intentara consignarla.
1 comentario:
Josefina fue mi profesora de doctorado en Yale. Los tres seminarios que tuve con ella marcaron un antes y un después. Maestra imperiosa, me enseñó a destruir. Leer hasta el punto de quiebre y saber dónde , cómo y cuándo cortar. Una vez me dijo que se aburrÍa facilmente. Pero sus ennuis seguramente estarían saturados de texto, que ella veía por todas partes, Yale era un bodrio. Josefina lo puebló con Kantorowicz (por muchos años Los dos cuerpos del Rey había sido su libro de mesilla), charlas sobre dualidad en Baudelaire, sobre Adorno y Sloterdijk, Yo el Supremo, el cine de Kieslowski, las malas lectutas de Benjamin en EEUU. La última vez que la vi me estaba mudando de New Haven a Nueva York. La encontré en la calle y le conté. Me advirtió: 'no te pierdas en los laberintos neoyorkinos'. Nunca volví a verla.
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