La decisión tomada por la Corte en Bignone, en torno al “caso Muiña,” y en relación con la llamada “ley del 2 x 1” amerita consideraciones de todo tipo, pero aquí voy a limitarme a tres cuestiones solamente: una, en torno a la política de la nueva Corte; otra referida a la sociología del fallo; y una tercera relacionada con los aspectos jurídicos del voto mayoritario.
La política del caso: la nueva agenda de la Corte. Antes de adentrarme en los contenidos del fallo, señalaría lo siguiente: resulta difícil de comprender y aceptar la agenda de casos que viene construyendo la Corte, en su nueva composición. Es claro que esta Corte, como cualquier otra, escoge y decide sobre los casos que quiere tratar, en el momento en que quiere hacerlo, y del modo en que quiere hacerlo. Entiendo que, en lo que hace al juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad, en nuestro país, se habían cometido algunas injusticias procesales indebidas –algunas de ellas ya atendidas, sin mayor polémica, por esta misma Corte, como la negación de la prisión domiciliaria a los condenados por crímenes de lesa humanidad en condiciones de recibirla. Tenía sentido, si se quiere, en esta nueva etapa política, enviar la señal de que iba a evitarse el riesgo de una “justicia sesgada” o “de un solo ojo.” Tenía sentido, si se quiere, señalar que aún los conciudadanos que habían cometido las peores atrocidades iban a ser tratados con el máximo cuidado y respeto. Sin embargo, el hecho es que cuando uno mira hacia atrás y piensa sobre los primeros meses de la Corte, en su nueva composición, se encuentra ya con toda una serie de fallos (que incluyen, por ejemplo, y junto a Bignone, a otros como Villamil, Fontevecchia, o Alespeitti) que insisten sobre la necesidad de reparar ciertas injusticias en materia de derechos humanos y juzgamiento del pasado, a la vez que descuidan la catarata de injusticias sociales que acucian a millones de nuestros conciudadanos, muchas de las cuales ya han golpeado las puertas de la Corte. Siempre, pero muy en particular en contextos de grave injusticia social, y luego de un largo período de violación de derechos, se impone que la Corte asuma un papel más presente en la cuidadosa reconstrucción del tejido de libertad e igualdad constitucional hoy destruido. Dicha reconstrucción requiere, sobre todo, de un extremo esfuerzo por volver a colocar a toda la ciudadanía en un mismo piso de “igual consideración y respeto”. Ello exige, de parte de los tres poderes principales del Estado, una tarea cooperativa, especialmente destinada a rescatar a la mayoría de nuestros conciudadanos –millones de ellos- de la situación de miseria y dolor que padecen. Por lo dicho, la “nueva” agenda de la Corte resulta preocupante (y para algunos, además, decepcionante): son demasiados los casos urgentes de injusticia social que claman atención en la Corte, y respecto de los cuales la Corte no se pronuncia o da su espalda. Ello, en el mismo momento en que el máximo tribunal escoge, de entre los casos en que su atención ha sido requerida, y que tiene desplegados sobre su mesa, algunos de los casos más polémicos, más divisivos socialmente, y menos oportunos. Para que quede claro lo que digo: no se trata de no mirar ciertas injusticias, o de mirar sólo algunas. Se trata de que estamos frente a un tribunal que escoge pronunciarse en pocos casos, y que vuelve a hablar (insistentemente, agregaría) sobre ciertos temas particularmente controvertidos, y sobre los que ya se ha pronunciado, en desmedro de otras urgencias sociales a las que aparece desatendiendo, de modo sistemático.
La política del caso: la nueva agenda de la Corte. Antes de adentrarme en los contenidos del fallo, señalaría lo siguiente: resulta difícil de comprender y aceptar la agenda de casos que viene construyendo la Corte, en su nueva composición. Es claro que esta Corte, como cualquier otra, escoge y decide sobre los casos que quiere tratar, en el momento en que quiere hacerlo, y del modo en que quiere hacerlo. Entiendo que, en lo que hace al juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad, en nuestro país, se habían cometido algunas injusticias procesales indebidas –algunas de ellas ya atendidas, sin mayor polémica, por esta misma Corte, como la negación de la prisión domiciliaria a los condenados por crímenes de lesa humanidad en condiciones de recibirla. Tenía sentido, si se quiere, en esta nueva etapa política, enviar la señal de que iba a evitarse el riesgo de una “justicia sesgada” o “de un solo ojo.” Tenía sentido, si se quiere, señalar que aún los conciudadanos que habían cometido las peores atrocidades iban a ser tratados con el máximo cuidado y respeto. Sin embargo, el hecho es que cuando uno mira hacia atrás y piensa sobre los primeros meses de la Corte, en su nueva composición, se encuentra ya con toda una serie de fallos (que incluyen, por ejemplo, y junto a Bignone, a otros como Villamil, Fontevecchia, o Alespeitti) que insisten sobre la necesidad de reparar ciertas injusticias en materia de derechos humanos y juzgamiento del pasado, a la vez que descuidan la catarata de injusticias sociales que acucian a millones de nuestros conciudadanos, muchas de las cuales ya han golpeado las puertas de la Corte. Siempre, pero muy en particular en contextos de grave injusticia social, y luego de un largo período de violación de derechos, se impone que la Corte asuma un papel más presente en la cuidadosa reconstrucción del tejido de libertad e igualdad constitucional hoy destruido. Dicha reconstrucción requiere, sobre todo, de un extremo esfuerzo por volver a colocar a toda la ciudadanía en un mismo piso de “igual consideración y respeto”. Ello exige, de parte de los tres poderes principales del Estado, una tarea cooperativa, especialmente destinada a rescatar a la mayoría de nuestros conciudadanos –millones de ellos- de la situación de miseria y dolor que padecen. Por lo dicho, la “nueva” agenda de la Corte resulta preocupante (y para algunos, además, decepcionante): son demasiados los casos urgentes de injusticia social que claman atención en la Corte, y respecto de los cuales la Corte no se pronuncia o da su espalda. Ello, en el mismo momento en que el máximo tribunal escoge, de entre los casos en que su atención ha sido requerida, y que tiene desplegados sobre su mesa, algunos de los casos más polémicos, más divisivos socialmente, y menos oportunos. Para que quede claro lo que digo: no se trata de no mirar ciertas injusticias, o de mirar sólo algunas. Se trata de que estamos frente a un tribunal que escoge pronunciarse en pocos casos, y que vuelve a hablar (insistentemente, agregaría) sobre ciertos temas particularmente controvertidos, y sobre los que ya se ha pronunciado, en desmedro de otras urgencias sociales a las que aparece desatendiendo, de modo sistemático.
La sociología del fallo: la forja del consenso. En su mejor versión, lo que han hecho los jueces de la mayoría es tratar de dar una respuesta a un tema difícil y postergado, relativo a las garantías procesales fijadas por nuestro derecho, y que alcanzan a los criminales de lesa humanidad. Se trata, insisto, de garantías procesales vinculadas con los derechos de algunos de los miembros más repudiados por la comunidad (y alguien podría decir entonces, con razón: las garantías están para eso, esto es decir, para resguardar aún a nuestros “peores enemigos”). Ahora bien, justamente por tratarse de un caso que involucra a uno de los hechos más atroces de la historia argentina –los crímenes cometidos por el Proceso militar- y frente al cual la sociedad argentina se muestra aún híper-sensibilizada, es que el tratamiento del mismo requería de parte de los jueces el cuidado más extremo.
El extremo cuidado exigido requería, entre muchas otras cosas, un esfuerzo destinado a persuadir a la sociedad acerca del valor y la necesidad de lo que se estaba haciendo –por ejemplo, un esfuerzo destinado a persuadirla acerca de la importancia de asegurarle aún a los “peores enemigos” un trato lo más justo posible, o acerca de la urgencia de corregir ciertos errores previos. Sin embargo, el hecho de que el fallo de la Corte no fuera unánime, como solían serlo los fallos de la Corte en casos de máxima relevancia institucional, revela un descuido o desinterés inaceptables, en relación con la envergadura del caso que tenían frente a sí. Que la votación dentro de la Corte fuera tan dividida (3 contra 2), y que los votos se hayan ordenado del modo en que lo hicieron, sugiere, no tanto la presencia de cambios en las mayorías de la Corte, sino el privilegio que han dado sus miembros a ciertas rencillas o celos internos (alguno que quiere imponer su tema de agenda; algún otro que ha tenido como primera opción la de dejar mal situados al resto; etc.) en desmedro del cumplimiento del deber institucional que tenían: contribuir a re-orientar o solidificar la conversación colectiva sobre temas públicos cruciales, sobre los que estamos lejos de tener un acuerdo pleno.
Los aspectos jurídicos del voto mayoritario: la técnica interpretativa utilizada. Quisiera detenerme brevemente, a continuación, en una crítica a la decisión de la mayoría de la Corte, en base a razones (no políticas, ni sociales, sino) directamente jurídicas. Pero antes de emprender dicha crítica a la decisión tomada por el tribunal, quisiera dejar en claro una crítica dirigida a la mayoría de quienes se le oponen. Según entiendo, en su mejor versión –que la tiene- el fallo quiere reivindicar ciertos compromisos liberales propios de la mejor tradición del derecho argentino, y que nos urgen a prestar atención al tratamiento que le damos a las personas que más enojo o irritación nos generan. Ello, en particular, frente a la convicción de que, por ejemplo, no es justo mantener encerrado sin condena durante más de 10 años a nadie, se trate de la peor persona de la humanidad, o se trate de un culpable por crímenes de “lesa humanidad”. Ninguna norma internacional, ningún tratado de derechos humanos acepta una barbaridad semejante, y sin embargo convivimos con ella: cerramos los ojos, y preferimos no escuchar ni leer argumentaciones sobre el tema, porque nos resultan incómodas. Se advierte este tipo de críticas en el testimonio de algunos juristas liberales, que sin duda han inspirado a los firmantes de este fallo (puede leerse una buena versión de esta postura, por ejemplo, en el testimonio de Jaime Malamud Gotti, protagonista del diseño del “juicio a las juntas” original, acá).
Dicho esto, mi problema “técnico” con el fallo, es que no deben utilizarse rebuscados subterfugios jurídicos, para garantizar los derechos de nadie. Y la (pequeña) mayoría de la Corte, que además se jacta de la importancia de construir social y colectivamente sus decisiones, recurre a tales subterfugios, y termina imponiendo su ajustadísima versión del derecho, en lugar de sostener su
decisión en base a un acuerdo sólido y básicamente indisputable.
Dicho esto, mi problema “técnico” con el fallo, es que no deben utilizarse rebuscados subterfugios jurídicos, para garantizar los derechos de nadie. Y la (pequeña) mayoría de la Corte, que además se jacta de la importancia de construir social y colectivamente sus decisiones, recurre a tales subterfugios, y termina imponiendo su ajustadísima versión del derecho, en lugar de sostener su
decisión en base a un acuerdo sólido y básicamente indisputable.
La disputa principal que genera el caso surge en torno a cómo entender el art. 2 del Código Penal, que reza lo siguiente: “Si la ley vigente al tiempo de cometerse el delito fuere distinta de la que exista al pronunciarse el fallo o en el tiempo intermedio, se aplicará siempre la más benigna”. Y la pregunta es si el beneficio que prevé el artículo alcanza a los criminales de “lesa humanidad” que invoquen la aplicación de una ley (la 24.390), que fue aprobada en 1994 y derogada pocos años después, en mayo del 2001. Esa ley (la del “2 x 1”) procuró atender al reclamo de los presos (comunes) sin condena firme, y determinó que el tiempo de prisión preventiva sin condena firme contara doble: cada día de prisión preventiva representaría entonces dos días de prisión (o uno de reclusión). Al respecto, es un problema es que el criminal, en este caso Muiña, alegue dicha ley como “ley más benigna” que debe aplicársele, cuando él cometió sus crímenes mucho antes de que la ley del “2 x 1” apareciera (el cometió sus crímenes en 1976), a la vez que su pena le fue impuesta mucho después de que la ley en cuestión fuera derogada (Muiña fue condenado por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal en 2011, y su sentencia quedó firme en agosto del 2013).
El tema tiene, por lo demás, varias complicaciones adicionales, y aquí no puedo referirme a todas ellas, por lo que sólo mencionaré a unas pocas (complicaciones que tornan al fallo inoportuno, mal construido y equivocado, pero no arbitrario). Por un lado, está la cuestión de que el citado artículo del Código Penal considera también como “ley más benigna” a las leyes vigentes en el “tiempo intermedio”, lo que genera la pregunta de si esta ley del “2 x 1,” que nació después de que Muiña cometió sus crímenes, y murió antes de que él fuera detenido y condenado, califica como “ley intermedia.” Para la Corte, a partir de una lectura –desde mi punto de vista- torpemente literalista, la respuesta es positiva, como lo es también para buena parte de la doctrina penal, que está metida en este embrollo del que no sabe cómo salir (a la doctrina tradicional le encantan esos embrollos verbales, porque lucra con sus argucias técnicas). En mi opinión, no es aceptable una lectura literal-boba como la que se propone, cuando el cómputo de la pena que se le hizo a Muiña tuvo lugar en un momento en que ya no regía dicha ley (la del “2 x 1”), siendo además que la prisión preventiva que él padeció no ocurrió antes o durante el tiempo en que dicha ley estuvo vigente (ello, más allá del hecho de que, en razón de las leyes de perdón vigentes durante el tiempo en que rigió la ley del “2 x 1,” Muiña no pudo ser sometido en esos años a un régimen de prisión preventiva como el que la ley 24.390 quiso reparar).
Como sostuve en otro lugar la norma del Código Penal sobre ley más benigna se entiende cuando la invoca alguien que llevó adelante una conducta que en el momento en que la cometió no era considerada como falta; y se entiende cuando alguien cometió una falta (considerada tal), relacionada con una conducta que luego la comunidad pasó a considerar irreprochable o perfectamente ajustada a derecho; como se entiende si alguien obtiene un beneficio sobre su detención o condena, que al poco de concedérsele se le anula (así, en el “tiempo intermedio” al que refiere el Código). Todos esos casos, amparados por el art. 2 del Código, son perfectamente comprensibles y razonables en una sociedad decente, que quiere regirse por principios liberales en materia penal, y que quiere tratar a todos sus miembros como iguales. Pero resulta irrazonable e incomprensible que, en esa misma sociedad, alguien invoque una norma que no regía cuando cometió la falta; no regía cuando fue detenido; no regía cuando fue procesado; no regía cuando fue condenado; pero rigió en unos años en donde él nunca pudo re-orientar sus actos en razón de ella, ni nunca pudo tener la expectativa razonable de que se le aplicara. ¿Con qué cara esa persona podría mirarnos a los ojos y decirnos que lo estamos tratando injustamente, cuando él actuó en relación con otras normas, y fue detenido, procesado y condenado en tiempos en donde la norma que invoca ya no formaba parte del derecho, ni –en los hechos- pudo habérsele jamás aplicado?
De todos modos, las complicaciones siguen, aunque no afecten, según entiendo, una postura como la que aquí defiendo, pero sí a posturas como las que sostienen muchos defensores de los derechos humanos acostumbrados a hacer un uso estratégico –y en mi opinión indebido o manipulativo, del derecho (que no son todos, pero sí algunos muy influyentes). Y es que, en nombre de la justa causa de los derechos humanos, ha habido en estas últimas décadas mucho “tironeo” y forzamiento de los sentidos del derecho, para comprometerlo con ficciones muy difíciles de sostener con argumentos. Se ha dicho en estos años que los crímenes de lesa humanidad “merecen un tratamiento distinto de todos los demás crímenes, porque horrorizan a la conciencia de la humanidad”, como si una violación o un abuso de menores no provocaran lo mismo, sin recibir el mismo tratamiento. Se ha dicho que los crímenes comunes y los crímenes de lesa humanidad no pueden ser homologados, escondiendo que, en lo que hace al respeto de garantías procesales elementales (insisto: no tortura; juicio justo; derecho a ser escuchados; etc.) sí son y deben ser homologados. Se ha dicho también que estamos hablando de “crímenes que pueden ser condenados aún sin ley previa, porque afectaban al derecho de gentes”, aludiendo de ese modo a un derecho que no está escrito en ningún lado, y que nadie sabe bien de qué se trata, salvo quien lo va aplicando. Se dijo también que “se trata de crímenes “permanentes” que se siguen cometiendo cada día que pasa”, como modo de justificar la imprescriptibilidad que se reconoce para todos los demás casos; etc. Muchas de tales ficciones deben ser justificadas de modo diferente y mucho más sólido -es necesario, y es posible hacerlo, en muchos casos (necesitamos dejar de camuflar con argumentos técnicos nuestras preferencias políticas). Ello así, por principios básicos de igualdad y justicia. Pero también, porque no queremos que pase lo que pasa hoy, que muchos se encuentran con que las ficciones que han alegado pasan a jugar en contra de los criterios que quieren mantener. Por ejemplo, los que sostuvieron en todo este tiempo que hablábamos en estos casos de “delitos permanentes que siempre se estaban cometiendo” –una ficción difícil de sostener- se encuentran hoy con que esa ficción que echaron a rodar los pone en problemas, porque si es así, alguien como Muiña sí puede sostener que sí tuvo la expectativa razonable de ser alcanzado por la ley del “2 x 1”: en ese caso, él, entre el 1994 y el 2001, “todavía estaba cometiendo” el crimen por el que luego sería condenado.
En definitiva, tal vez sea esta una buena oportunidad para volver a plantar el derecho (y en particular el derecho de los derechos humanos) sobre bases sólidas, sin ficciones ni engaños mutuos, y a partir de razones de igualdad y justicia que nunca debemos dejar de mirar de frente. La Corte pudo habernos ayudado en esa tarea -muy en particular enfrentada a casos como el que acaba de resolver- pero no lo ha hecho, aunque está obligada a hacerlo.
Como sostuve en otro lugar la norma del Código Penal sobre ley más benigna se entiende cuando la invoca alguien que llevó adelante una conducta que en el momento en que la cometió no era considerada como falta; y se entiende cuando alguien cometió una falta (considerada tal), relacionada con una conducta que luego la comunidad pasó a considerar irreprochable o perfectamente ajustada a derecho; como se entiende si alguien obtiene un beneficio sobre su detención o condena, que al poco de concedérsele se le anula (así, en el “tiempo intermedio” al que refiere el Código). Todos esos casos, amparados por el art. 2 del Código, son perfectamente comprensibles y razonables en una sociedad decente, que quiere regirse por principios liberales en materia penal, y que quiere tratar a todos sus miembros como iguales. Pero resulta irrazonable e incomprensible que, en esa misma sociedad, alguien invoque una norma que no regía cuando cometió la falta; no regía cuando fue detenido; no regía cuando fue procesado; no regía cuando fue condenado; pero rigió en unos años en donde él nunca pudo re-orientar sus actos en razón de ella, ni nunca pudo tener la expectativa razonable de que se le aplicara. ¿Con qué cara esa persona podría mirarnos a los ojos y decirnos que lo estamos tratando injustamente, cuando él actuó en relación con otras normas, y fue detenido, procesado y condenado en tiempos en donde la norma que invoca ya no formaba parte del derecho, ni –en los hechos- pudo habérsele jamás aplicado?
De todos modos, las complicaciones siguen, aunque no afecten, según entiendo, una postura como la que aquí defiendo, pero sí a posturas como las que sostienen muchos defensores de los derechos humanos acostumbrados a hacer un uso estratégico –y en mi opinión indebido o manipulativo, del derecho (que no son todos, pero sí algunos muy influyentes). Y es que, en nombre de la justa causa de los derechos humanos, ha habido en estas últimas décadas mucho “tironeo” y forzamiento de los sentidos del derecho, para comprometerlo con ficciones muy difíciles de sostener con argumentos. Se ha dicho en estos años que los crímenes de lesa humanidad “merecen un tratamiento distinto de todos los demás crímenes, porque horrorizan a la conciencia de la humanidad”, como si una violación o un abuso de menores no provocaran lo mismo, sin recibir el mismo tratamiento. Se ha dicho que los crímenes comunes y los crímenes de lesa humanidad no pueden ser homologados, escondiendo que, en lo que hace al respeto de garantías procesales elementales (insisto: no tortura; juicio justo; derecho a ser escuchados; etc.) sí son y deben ser homologados. Se ha dicho también que estamos hablando de “crímenes que pueden ser condenados aún sin ley previa, porque afectaban al derecho de gentes”, aludiendo de ese modo a un derecho que no está escrito en ningún lado, y que nadie sabe bien de qué se trata, salvo quien lo va aplicando. Se dijo también que “se trata de crímenes “permanentes” que se siguen cometiendo cada día que pasa”, como modo de justificar la imprescriptibilidad que se reconoce para todos los demás casos; etc. Muchas de tales ficciones deben ser justificadas de modo diferente y mucho más sólido -es necesario, y es posible hacerlo, en muchos casos (necesitamos dejar de camuflar con argumentos técnicos nuestras preferencias políticas). Ello así, por principios básicos de igualdad y justicia. Pero también, porque no queremos que pase lo que pasa hoy, que muchos se encuentran con que las ficciones que han alegado pasan a jugar en contra de los criterios que quieren mantener. Por ejemplo, los que sostuvieron en todo este tiempo que hablábamos en estos casos de “delitos permanentes que siempre se estaban cometiendo” –una ficción difícil de sostener- se encuentran hoy con que esa ficción que echaron a rodar los pone en problemas, porque si es así, alguien como Muiña sí puede sostener que sí tuvo la expectativa razonable de ser alcanzado por la ley del “2 x 1”: en ese caso, él, entre el 1994 y el 2001, “todavía estaba cometiendo” el crimen por el que luego sería condenado.
En definitiva, tal vez sea esta una buena oportunidad para volver a plantar el derecho (y en particular el derecho de los derechos humanos) sobre bases sólidas, sin ficciones ni engaños mutuos, y a partir de razones de igualdad y justicia que nunca debemos dejar de mirar de frente. La Corte pudo habernos ayudado en esa tarea -muy en particular enfrentada a casos como el que acaba de resolver- pero no lo ha hecho, aunque está obligada a hacerlo.
La decisión tomada por la Corte en Bignone,
en torno al “caso Muiña,” y en relación con la llamada “ley del 2 x 1”
amerita consideraciones de todo tipo, pero aquí voy a limitarme a tres
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