Por Daniel Link para Perfil
Lo penoso no fue tanto la algarabía
gubernamental por haber podido aplicar sin grandes errores el manual
de la fiesta exitosa para verdugos, usureros, salvadores de bancos y
descuartizadores de periodistas. Tampoco que se festejara con bombos
y platillos una gala que chorreaba grasa por donde se la mirara y
donde lo mejor (las proyecciones abstractas en los cubos, no las
eméticas imágenes de operadores turísticos) quedaba opacado por el
movimiento insensato y de una continuidad psicótica de unas personas
convocadas para la ocasión, como si nos faltaran elencos estables,
músicos, guionistas, regisseurs, talento argentino
organizado.
Fue penoso que todo se hiciera a
espaldas de los que realmente saben para evitar la previsible
protesta: no la de los militantes que habían quedado encapsulados
(para usar una palabra que la televisión festejó como se festejan
las películas en las que el terrorismo internacional indeterminado
no consigue asesinar al presidente negro o mujer de los Estados
Unidos) en el eje decadente de la soberanía argentina, sino la de
los que forman las instituciones nuestras. ¿Museos de la Nación o
de la Ciudad? Mejor no: seguro se quejan de sus salarios y
condiciones de trabajo. ¿Elencos del Colón u orquestas estables?
¡Aprovecharían la ocasión para decirles a la patota soberana que
el arte está al servicio de valores otros!
La fiesta del Jeje20 fue la celebración
de la inautenticidad, de la mercancía, de la privatización y del
prejuicio (“El centro: La cultura”).
Las visitas más amables fueron las que
caminaron por las plazas, comieron donde se les dio la gana, viajaron
en vuelos comerciales y trataron de ver algo más allá de la arcada
protocolar, con lectura borgesiana incluida para el disfrute de aquel
a quien su capital se le estaba incendiando por lo mismo que acá: el
escándalo del precio de la nafta.
Lo más penoso es que el país ya no da
para más, y nadie lo dijo.
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