¿Por qué los libros del Siglo XX siguen siendo nuestros clásicos?
Entre los muchos progresos que el siglo XXI ha realizado respecto de su precedente, no se cuenta el de haber podido construir clásicos literarios de la misma envergadura que los del siglo XX, por su potencia estética, su osadía de pensamiento o su radicalidad política. ¿Qué novela de Manuel Puig nos conviene incluir en ese selecto grupo de libros que todavía, milagrosamente, hablan nuestro tiempo? Probemos con El beso de la mujer araña.
Por Daniel Link para Perfil Cultura
Juan Manuel Puig Delledonne (General Villegas, Provincia de Buenos Aires, 28 de diciembre de 1932) nació en la madrugada del día de los Santos Inocentes en un pueblo asfixiante de la provincia de Buenos Aires. A partir de sus trece años, se instaló con su familia en Buenos Aires para hacer su bachillerato en el colegio Ward de Ramos Mejía. Después, intentó cursar estudios de Arquitectura y Filosofía y Letras y frecuentó las aulas de la Alianza, el British Institute y la Dante Alighieri, de donde surgiría una beca que le cambiaría la vida. A partir de 1956 se instaló en Roma, estudiando en el Centro Sperimentale di Cinematografia. En Italia, encontró a Cinecittà entregada a la pasión por lo Real, el neorrealismo para el que "sólo contaba el conocimiento de la realidad". Bien pronto quedó claro para el joven que añoraba los gestos del período clásico de la cinematografía que sus guiones no iban a encontrar una ecología propicia para transformarse en películas.
Todas las novelas de Manuel Puig son obras maestras. Todas ellas, tienen, además, un modelo libresco. La traición de Rita Hayworth tematiza la vida pueblerina, "un sistema machista total" que produce formas de odio y de muerte. Hay, en esa novela familiar, un instante de identificación con la ficción glamorosa del cine clásico. Pero luego hay un instante de distanciamiento garantizado por la forma novelesca. Una vez, Puig hojeó el Ulises de Joyce y vio que cada capítulo tenía un estilo diferente y decidió que esa mezcla le convenía a La traición. Boquitas pintadas, su segunda novela, toma a La montaña mágica como referencia y al espacio cerrado de la enfermedad (la tuberculosis) como ecología amorosa. Formas de podredumbre (es decir, de hipocresía).
Una y otra vez, de acuerdo con su programa maníaco, Puig se obliga a vivir en esos universos terroristas (donde el terror a lo viviente son la norma) y a sostener esas voces de la discriminación y el odio. ¿Cómo vivir juntos en el pueblo, en la enfermedad, en el mundillo del arte, en la ciudad, en la cárcel o en el cine? ¿Cómo sobrevivir en el mundo sin la asistencia de esos fantasmas benévolos que nos acompañan y nos reconfortan? "Pasión por lo real": así llaman los filósofos a ese deseo de destrucción y de catástrofe que recorrio el siglo XX como una sombra desoladora. Puig fue el más consecuente enemigo de esa pasión que no hizo sino producir formas de muerte.
El programa Puig se deja leer completo desde su primera novela: la renuncia al lugar del supuesto saber narrativo, la identificación total con los personajes. No es que los personajes representen a Puig (porque compartan su lenguaje y sus gustos). Es él quien ha decidido compartir con ellos el universo que habitan (sea éste cual fuere). Jamás la literatura fue tan lejos en una exposición del mundo tan respetuosa de las formas de vida y tan solidaria con quienes estaban, efectivamente, presos del mundo.
La literatura nunca fue para Puig una máquina de hacer novelas sino, sobre todo, un dispositivo ético: la manera de analizar (postular, rechazar) formas de vida y formas de vivir juntos. Imaginada entre Roma, Nueva York, México, Río de Janeiro y Buenos Aires, durante los años en que todas las revoluciones parecían al alcance de la mano, la obra de Puig es el despliegue obsesivo y sistemático de una misma y única pregunta: ¿cómo vivir juntos? El beso de la mujer araña (publicada en Barcelona en septiembre de 1976) es tal vez la novela más dogmática de Puig, y la de mecanismo narrativo más complejo. El modelo es obviamente Las mil y una noches, donde cada historia vale por un día más.
La novela encuentra a comienzos de 1975 a Valentín Arregui Paz, un militante de 26 años (ebrio de deseo de justicia), en una celda a la que ha sido trasladado Luis Alberto Molina (37 años, vidrierista y condenado en una causa por abuso de menores, protegido de Parisi, amigo del director de la cárcel). Molina ha sido trasladado a esa celda con el objetivo de que obtenga de Valentín detalles sobre la organización política de la que participa, que la tortura no ha podido arrancarle en el ya largo tiempo durante el que ha estado detenido. Molina está dispuesto a todo, incluso a traicionar las confidencias de su compañero de celda, para poder salir de la cárcel para cuidar de su madre enferma.
El beso de la mujer araña pone a coexistir dos comunidades más o menos inconfesables: la militancia (que no puede decir su nombre por razones estratégicas) y la homosexualidad (que no osa decir su nombre por razones ontológicas: no hay, y nunca habrá, identidad sexual posible). En ese petit comité carcelario circulan tres deseos: el deseo de belleza, el deseo de justicia y el deseo de verdad (y esos deseos, dice Puig, son el Bien). "Si estamos en esta celda juntos mejor es que nos comprendamos, y yo de gente de tus inclinaciones sé muy poco", dice uno de los personajes. No importa, en rigor, cuál, porque lo que importa es la coincidencia "en esta celda juntos": es la celda lo que establece el punto de juntura entre personas cuyas inclinaciones son tan misteriosas para el otro que cada diálogo, que comienza con una secuencia de encantamiento cinematográfico (o un fragmento de vida que se escucha igual que una película) se resuelve en una discusión antropológica para principiantes: "qué es ser hombre, para vos".
A los habituales intercambios conversacionales y a la reproducción de documentación (informes de la policía), Puig agrega en este caso notas al pie que reproducen el kitsch cientificista y psicologizante de las torpes teorías sobre la sexualidad humana. Frente al loco deseo de belleza que se escucha en la voz de Molina, un desesperado deseo de verdad que viene desde el fondo de la página. Puig inventa para esas notas a una doctora danesa, Anneli Taube, a quien le presta sus ideas para polemizar con el Frente de Liberación Homosexual (el niño sensible se aparta deliberada y estrategicamente del universo héteropatriarcal que la figura del padre le propone).
El beso de la mujer araña permanece y su mundo se mezcla con la nuestro: su perspectiva y la nuestra se confunden, y esa confusión se funda la excentricidad del dispositivo. Excéntrico, populista: ése el Puig al que cada tanto vuelvo con el mismo placer que sentí la primera vez que lo leí y cada vez encuentro cosas nuevas.
Por supuesto, cualquiera sabe que el sentido de un texto está incompleto hasta que encuentra a sus lectores. Lo que yo había interpretado (junto con otros) como una cárcel imaginaria sustentada en “el penoso teorema de la inversión: anima muliebri virile corpore inclusa” bien podría leerse hoy, más de cuarenta años después, como una teoría ya no sobre la sexualidad sino sobre todo de las identidades trans. ¿Acaso no se presenta Molina de ese modo?: ““Yo y mis amigas somos mujer. Esos jueguitos no nos gustan, esas son cosas de homosexuales. Nosotras somos mujeres normales que nos acostamos con hombres” (para quien quiera seguir esta pista, el asunto estaba planteado, casi literalmente, y Puig lo sabía, en Roberto Arlt).
A medida que El beso de la mujer araña fue instalándose con comodidad creciente en esa avenida de sentido imprevista por lectores previos se desanudó absolutamente de sus tiempos y vino a comentar los nuestros. No hay tantos textos que consigan algo semejante.
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