Este fin de semana estaremos trabajando (¡como en el segmento en cámara rápida de Mi casa, tu casa!) para acondicionar las dos habitaciones que, como prueba piloto, pensábamos inaugurar en el Chez Freire para Joca Wolff y Valeria. Intuyo que todo va a salir pésimo: los pobres deberán convivir con los ruidos que habrá a su alrededor porque, en las últimas semanas, la obra se ha retrasado considerablemente y el nuevo estatuto de la relación contractual con la cuadrilla de Rubenes impide presionarlos para que se apuren.
No es que hayan perdido su natural amabilidad y su elegancia, pero los derechos que han adquirido nos obligan a tratarlos como iguales, y ellos lo saben.
Por supuesto, yo me preguntaba por qué habían aceptado con tanta rapidez el arreglo (un poco tirado de los pelos) al que habíamos llegado. La respuesta llegó sola, una noche de la semana pasada en que llegué cargado de ropa de cama que compré a precios de liquidación en una fábrica de Munro que S. había localizado a través de Internet.
Venía yo en una camioneta, que manejaba el novio de mi hija (actualmente desempleado y que se dedica, por lo tanto, a proveernos de fletes a precios más bien módicos con el vehículo de sus padres), cargada con montañas de sábanas, fundas, toallas y toallones.
Mientras estacionábamos, se produjo un revuelo de tacos y minifaldas en la esquina de San José y Humberto Primo. Pensé en la policía, que cada tanto aparece para hacer cumplir el siniestro Código de Convivencia Urbana cuyas modificaciones fascistoides la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires aprobó hace un tiempo. El mismo S. fue una vez víctima de esos procedimientos más protocolares que otra cosa: fue obligado a oficiar de testigo mientras le labraban el acta a una joven de sexo femenino que habría estado ejerciendo la prostitución.
Para S. fue más problemático que para ella, que se negó a firmar el acta y continuó, por lo tanto, con sus quehaceres callejeros. Pero él tuvo que concurrir a la comisaría, donde el acta fue tipeada, y mientras esperaba aprovecharon su presencia para hacerlo partícipe, además, de una suelta de loritos que un inescrupuloso traficante tenía enjaulados y dispuestos para su venta.
De modo que cuando vi la corrida que de San José se aproximaba hacia nosotros temí lo peor: ser yo también obligado a testificar en un caso de conducta escandalosa protagonizado por las chicas del barrio.
Me volvió el alma al cuerpo cuando comprobé que, en realidad, se trataba de una rencilla insignificante (seguramente por un territorio en disputa) y que las chicas que venían detrás agredían a las que corrían adelante con insultos y algún que otro objeto contundente arrojado sin la precisión que el caso hubiera requerido. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé, a la escasa luz artificial que la cuadra ofrece al transeúnte nocturno, que las chicas que corrían delante no eran chicas sino chicos travestidos y que los chicos travestidos no eran otros sino los más jóvenes y bellos integrantes de la cuadrilla de Rubenes.
Se precipitaron, como era de prever, en el umbral del Chez Freire, donde entraron, los cinco, afuscadísimos y con los postizos desencajados mientras yo les sostenía la puerta en un gesto de caballerosidad involuntario pero del que no me arrepiento porque las ménades dominicanas estaban ya sobre nosotros.
"¿Pero qué pasa?", les espeté mirando sin poder creer los rímeles corridos y los torpes intentos por acomodar lo poco que vestían. Como niños atrapados en una travesura pícara, callaron al unísono y bajaron los ojos.
"Suban inmediatamente", dije mientras observaba cómo la resma de almohadas que habíamos abandonado en la vereda era víctima de la furia y la codicia de las perseguidoras. "Cuando Anselmo se entere, me mata", pensé (haciendo caso omiso a la mirada escandalizada de F., el novio de mi hija, un chico de zona norte que yo estaba involucrando en una historia que sus padres habrían de censurar, severamente). "Esperame en la camioneta", le dije y subí saltando los escalones de tres en tres para ver qué raro twist el destino estaba arrojando sobre mi, un hombre mayor y ya cansado de sorpresas.
El cuarto piso, donde supuse que estarían los Rubenes rumiando su culpa y su bronca, era un cementerio. Vi luz en el quinto piso y hacia allí me abalancé, ahogado casi y al borde de las lágrimas. Estaban allí, todavía cabizbajos, como un pelotón juicioso de escolares dispuestos a soportar el reto injusto de una maestra menopáusica. "¿Pero cómo?", dije, jadeando, "¿Aprendices de albañiles de día y putas de noche?". El más achinado y hermoso de todos los Rubenes, de pelo negro y lacio, soltó un gemido, se puso a llorar y se arrojó en un silloncito que yo no había visto nunca (en cuatro segundos pude notar que habían comenzado a amueblar el pisito y no lo habían hecho nada mal, para mi gusto). "¿Y esto de dónde salió?", pregunté, tratando de aligerar la tensión, recuperar mi ritmo cardíaco y pensar algo inteligente para decirles en relación con una serie de hechos y presunciones para los cuales, justo es decirlo, nunca supuse que debiera tener un discurso preparado. "Lo compramos en Mercado Libre", me contestó uno de ellos (el más amable de todos, el más callado, el que siempre me ayudaba con los bultos y me abría la puerta del ascensor sin que se lo pidiera).
Hablamos largamente y mucho de lo que me dijeron todavía no lo saben ni mis hijos ni mi madre ni los Freire así que deberé abstenerme por ahora de reproducirlo aquí. Lo cierto es que estaban decididos: el quinto piso del Chez Freire será no ya hotel de pasajeros sino lo que en el barrio se conoce como Telo: nidos de amor provistos para los goces clandestinos de la carne.
¡Cómo no nos dimos cuenta antes! Ahora quedan claras las alusiones envenenadas del herrero, Urbano, que como buen evangelista estaba siempre con el demonio en la boca y no se cansaba de hablar mal de estos jóvenes descarriados.
Tengo en minutos una entrevista con la Lic. Gramajo de la Fundación Spes para pedirle consejo. Ella sabe mucho mejor que yo qué tipo de asesoramiento brindar a jóvenes travestis (si es que de eso se trata). Y tengo además que pensar en lo que deberé decirle el martes próximo a Joca, el exquisito traductor de literatura argentina que no sé si verá con buenos ojos instalarse en un edificio donde la confusión reina sin desmayo...
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Hace 1 día.
1 comentario:
Guau! Puro Thomas Mann!
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