No cabía en sus manos, no cabía en sus pies, no cabía en su alma cuando vino. Como una cebra montaraz, pequeña, como el pelaje de una oveja descarriada. Como escribir un poema en la mañana fría; como no escribirlo y dejar que suceda. Deshizo para siempre el emblema de la memoria e incendió las tierras alambradas; buscó el néctar pasado entre el humo, y no encontró nada. Antes de irse, rompió el cántaro y selló la fuente. Vino y trajo el mundo nuevo, y hablamos de ciudades como cartas marcadas, de Praga y de Lisboa y del tren que nos llevaría a Cascais mientras leíamos, como si fuéramos un poeta cetrino y su fantasma. Como si fuéramos la piedra y la honda. La taza de plata de la que bebe el ogro y la medalla de oro que luce la ogresa. Lo que oculta y nombra. Lo que nombra y lleva. Vino como el tumulto salvaje del corazón salvaje, y me hizo conocer el relámpago y la selva verdadera, y olimos el aire de una gruta donde duermen murciélagos centenarios. Vino para hacerme tocar el río austero, enemigo y reflejo del cielo. Vino para nombrar a Héspero, la mirada del vigía en la tormenta, el filo del cuchillo en la oscuridad de una casa ajena. Vino para secar el mar amargo, para que la sagrada espesura del bosque vuelva a cerrarse, para que el lobo rompa su clausura como quien congela el metal de un candado y lo parte en dos.
tomado de Poemas y animales sueltos. Buenos Aires, pato-en-la-cara, 2005
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