por María Moreno
Prologar un libro de Copi es impacientar. El lector no quiere saber nada de preámbulos, sólo ir cuanto antes a chapotear, de género en género, en ese único relato infinito que es, en realidad, la totalidad de su obra y en donde todo es posible menos la identidad y la naturaleza, a menos que sean una identidad potpourri y una naturaleza de viva la Pepa. A ese lector, si por razones de prestigio cultural no se anima a convertirse en lector salteado, dejando de lado el prólogo para tirarse directo en las novelas, puedo proponerle una transacción: hacer como le sugiere el narrador de El uruguayo a su corresponsal francés, que a medida que lea vaya tachando las líneas con su estilográfica; así olvidará más rápido. Prometo no llamarlo boludo a cada línea, como sucede en ese relato, a pesar de que, al ser yo argentina, es la palabra que me sale con más naturalidad y frecuencia. Otra posibilidad es que el lector lea el libro en invierno, aprovechando para alimentar con sus primeras páginas el fuego de la chimenea como, según el mito, hacían los formalistas rusos: las usaban todas luego de leerlas, si antes no habían tenido que comérselas.
Encima, para redactar este prólogo se me ha impuesto la restricción de no valerme de la vida del autor, ya que forma parte del libro un texto titulado Río de la Plata, hasta ahora inédito en español, en el que Copi pretende contar su autobiografía. A su modo, claro, lo mismo que lo hace a través de las variadas peripecias que adjudica a su personaje Copi en cualquiera de sus variantes, René Pico, Darío Copi o Kopisky, por nombrar las más recurrentes.
Lo único que quiero decir es que Copi nació en Buenos Aires, aunque –al igual que Michel Cournot en el prólogo de El uruguayo– muchas veces insistí en que era uruguayo, pero precisamente para garantizar que era argentino. Como Julio Cortázar es belga y Gardel, francés.
El Uruguay fue para Copi más que otro país, el fuera del país. Es que desde siempre el Río de la Plata es el lugar por donde ciertos argentinos han salido corridos por los gobiernos y hasta los gobiernos mismos; la ballenera debería formar parte de nuestro escudo nacional.
El texto completo de María Moreno, acá.
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