Por Daniel Link para Soy
Las fiestas tienen buena prensa
(¡festejemos!, ¡festejemos!) y están, por lo general,
sobrevaloradas.
Hace veinte años que no hago fiestas
de cumpleaños propias, y con las ajenas cumplo como un soldado pero
lo que más me gusta es evaluarlas una vez que he dejado el lugar: la
música, la concurrencia, las modas de vestuario (últimamente, he
visto proliferar a chicos con barba usando taco aguja y los perdono
sólo por la juventud soberana de la que son culpables). Añoro las
épocas en que las fiestas estaban llenas de Milhouses y chicas
hormiga (¿qué se hizo de ellos?).
Ni hablar de fiestas multitudinarias:
el otro día, en una reunión de cátedra, porque uno de los más
jóvenes integrantes tuvo la peregrina idea de investigar el asunto,
hablamos de los rituales báquicos, de eleusis, de la suspensión del
tiempo y de los órdenes, del llamado de la tierra, del ritmo y la
danza, del ritornello y de lo comunitario. En un momento me
fastidié un poco y dije: todo esto es muy bonito, pero convengamos
que si uno no está muy drogado, queda fuera de todo el asunto. Y si
queda fuera del asunto es peor que ver la danza orgiástica de Matrix
en cámara lenta: dan ganas de matarse. O sea, que la fiesta tiene
tres intercesores: el ritmo, la droga (o el alcohol) y las
tecnologías que, en última instancia, habría que poner bajo el
rótulo de “tecnologías del yo”.
Y después, además de todo, hay que
recuperarse físicamente porque uno ya está muy mayor como para que
el cuerpo no se resienta.
Las peores son las fiestas programadas,
porque la idea misma de la programación cancela toda posibilidad de
sorpresa, de acontecimiento (sabemos que el acontecimiento es del
orden de lo imprevisible) y, todavía más, las falsas fiestas que
llamamos discoteca. Ir a una discoteca es sumergirse en un universo
de mutuo desprecio.
Añoro las épocas de las primeras
raves, cuando ibamos en grupo de amigos a investigar el
ambiente. Pero ahora me doy cuenta de que hacíamos trampa, porque el
“círculo” que creábamos en verdad impedía la desubjetivación
apropiada al escenario (la música, la desintegración del yo en la
vastedad del horizonte nocturno al aire libre). Para probar lo que
sucedía, una vez fui solo a una rave en medio del campo (no
sé cómo me enteré de su existencia). Llegué demasiado temprano,
no conocía a nadie y cuando la música empezó a sonar no me
gustaba, y los mosquitos ya me habían sacado la mitad de la sangre
de mi cuerpo. Me fui apenas todo comenzaba. Fue mi última rave.
Las que me siguen emocionando son las
fiestas populares, la expresión colectiva de un sentimiento
compartido. Las mejores fiestas son para mí las marchas (de
cualquier índole, incluso la más abstrusamente política). Casi
siempre lloro (lo que no significa demasiado, porque lloro también
mirando películas de Disney, pero se ve que la voz colectiva, en ese
caso, toca una cuerda sensible).
Mis amigos más queridos hacen fiesta
todo el tiempo y yo la paso bien en esas fiestas, pero hasta
determinada hora. Después ya pienso en lo que me va a costar volver,
dormir, despertarme, retomar mis rutinas cotidianas. Además, salir
de una fiesta de día me resulta completamente intolerable. Siempre
les pido a mis amigos que hagan fiestas de 24 horas, de 23.00 a
23.00, pero me miran pensando que soy un reventado.
Digo todo esto y sé que, en el fondo,
odio pasarla mal en una fiesta. Estoy seguro de que el año que
viene, en ocasión de mi aniversario de bodas, voy a hacer una
fiesta. Un fiestón. Si me da un accidente cerebrovascular, ya saben:
la culpa es de la institución matrimonial.
2 comentarios:
Las instituciones necesitan de fiestas, ¿no? Yo por eso no me caso; prefiero aguantar lo que haya que aguantar con mi mujer (la otra noche se le ocurrió preguntarme qué éramos, si novios o qué), que tener que aguantar una fiesta.
Salud!
Pior habría sido que te lo preguntara en el medio de una partusa...
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