por Daniel Link para Perfil
El enigma catalán, que se resolverá
mañana en elecciones convocadas por la Generalitat y que, para
muchos, son ilegales, es propiamente un grano en el culo de los
españoles, que a gatas comienzan a recuperarse de la crisis de 2008.
Los últimos sondeos, dicen los
diarios, dan amplio margen al movimiento independentista (Junts
pel Sí obtendría mayoría absoluta en el Parlament, 68
escaños). Pese a ello, sólo el 20 % de los catalanes piensan
que el proceso puede desembocar en un proceso verdaderamente
soberano. Apenas un 27 % de los electores creen que puede darse un
cambio en la relación entre el gobierno regional y el nacional.
El Banco de España amenaza con
corralito si Catalunya se declara independiente. El Financial
Times avisa que si el separatismo supera el 50 % de los votos,
Europa no podrá ignorar la decisión de los votantes (aunque
finalmente la secesión no se concretara, habría que reformar la
Constitución). El Partido Comunista adhiere al movimiento
independentista señalando que es un error considerar que beneficia a
la burguesía catalana, para nada, sino al pueblo, liso y llano.
Nadie confía demasiado en la verdadera
constitución de un Estado independiente catalán, pero todos aspiran
a que un resultado favorable a la separación permita reformular las
relaciones de encaje de Catalunya en España.
El asunto es complejo y tiene siglos y
milenios de antigüedad como para ser tratado a la ligera. Pero, como
todo nacionalismo, el catalán es cerril y ni siquiera puede
garantizar un Estado económicamente viable. Ni hablar del
monolingüismo al que aspira, desdeñando una de las más ricas
herencias disponibles: el bilingüismo catalán-español, que las
últimas generaciones han perdido y, con él, la posibilidad de
intervenir en relación con la tercera lengua de comunicación del
mundo.
O un Estado imperial o uno provinciano;
sociedad sin Estado no se le ocurre, tristemente, a nadie.
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