Por Daniel Link para Perfil
Mi mamá se despertó bastante tarde de
su siesta y vino a nuestra parte de la casa de campo anegada en
llanto. “¿Qué pasó? ¿Lo mataron?”. Se refería a Ignacio Lula
Da Silva, cuya compleja y postergada entrega a las fuerzas de la
represión habíamos seguido durante horas el sábado pasado.
“No, no”, le contesté para
tranquilizarla un poco, “Lula está más vivo que nunca”.
Mi primer
recuerdo político es muy parecido a este nuevo episodio: mi mamá
llorando en un Renault Dauphine
tuneado por mi papá. Entonces, ella murmuraba mientras lloraba
desconsoladamente y me abrazaba: “Lo mataron, lo mataron”. Se
refería a Ernesto Guevara, quien fue capturado y ejecutado
clandestinamente por el Ejército boliviano con la colaboración de
la CIA el 9 de octubre de 1967.
Sólo con el
tiempo (entonces yo tenía 8 años recién cumplidos) comprendí
cabalmente la dimensión del episodio.
Cincuenta años
después, la cabeza de mi mamá le jugó una mala pasada (mil veces
le he dicho que no se duerma con la televisión prendida) y confundió
un mal sueño con la realidad. O mejor: confundió una pesadilla con
el mal sueño que es nuestra realidad: Lula preso después de que un
Tribunal Supremo fallara (¡por sólo un voto!) en contra del recurso
de Habeas Corpus que su defensa había presentado para liberarlo de
una condena que no resiste el menor análisis jurídico.
Secretamente,
tanto ella como yo nos prendimos a nuestros televisores esperando
(deseando) un 45 brasileño, que no sucedió.
Según las
encuestas (en las que nunca creo pero que esta vez me conviene citar)
Lula habría de ganar ambas rondas (primera y segunda) en las
próximas elecciones presidenciales. Encarcelarlo con argumentos poco
convincentes, que serán revisados en los próximos meses, durante la
apelación, es encarcelar las esperanzas de una nación.
Lo
mismo sucedió en Catalunya, donde el ex-presidente de la Generalitat
y diputado electo tuvo que renunciar “provisionalmente” a su
candidatura a la presidencia para resolver el entuerto político
creado por la corona española, quien conserva en la cárcel a su
segundo, Jordi Sànchez, mientras las dos reinas (la griega y la
plebeya) brindan un triste espectáculo ante las cámaras del
periódico Hola.
Recién salido
de la cárcel berlinesa, Carles Puigdemont se preguntó en público:
“¿España tiene un proyecto para Catalunya? Nos gustaría verlo y
discutirlo, estamos dispuestos a escuchar”.
De
Madrid a Brasilia se tiende una misma línea divisoria en una
justicia burguesa que, por un lado, considera que la figura regia (el
Rey Juan Carlos de Borbón) es constitucionalmente
“inviolable y no está sujeta a responsabilidad" o que el Sr.
Temer necesita del acuerdo de dos tercios de los representantes en
Diputados (que, por supuesto, no se alcanzaron) para poder ser
procesado por las denuncias de corrupción, asociación ilícita y
obstrucción de la justicia que se hicieron en su contra el año
pasado. Por el otro, aquellos que representan (para bien y para mal)
las esperanzas de una nación y organizan las energías
emancipatorias.
La derecha
siempre enarbola estandartes abstractos (“el progreso”, “¡el
crecimiento!”, “¡la libertad!”, “¡¡la justicia!!”)
mientras condena al calabozo o el cadalso las posibilidades concretas
de felicidad.
Somos,
lo dice un libro que quiero mucho (Llamamiento),
como “niños perdidos”, y agrega: “Debes construir la lengua
que habitarás y debes encontrar los antepasados que te hagan más
libre. Debes construir la casa donde ya no vivirás solo. Y debes
construir la nueva educación sentimental mediante la que amarás de
nuevo. Y todo esto lo edificarás sobre la hostilidad general, porque
los que se han despertado son la pesadilla de aquellos que todavía
duermen”, en un capítulo que se llama “Y la guerra apenas ha
comenzado”.
Lula y
Puigdemont, entre tantos otros, no son caídos en combate sino los
mitos a los que nos aferramos para construirnos en una guerra de la
que nunca hubiéramos querido participar pero que nos arrastra
inexorablemente.
No es el momento
para ponerse tristes, sino para estar furiosos. Puedo soportar casi
cualquier cosa, menos que hagan llorar a mi madre.
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